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Vértigo<br />
tre el resto. El extrarradio quedó atrás —Arden and Maryland—, y<br />
pronto ganamos el campo abierto. El horizonte occidental comenzó a<br />
diluirse. Las sombras de la noche ya se cernían sobre arbustos y<br />
campos. Estuve hojeando brevemente la edición de papel biblia —<br />
Everyman's Library 1913— del diario de Samuel Pepys que había<br />
adquirido a primeras horas de la tarde. Obedeciendo única-mente al<br />
libre albedrío, me quedé leyendo pequeños fragmentos dispersos del<br />
informe, que a lo largo de más de mil quinientas páginas se extendía<br />
por toda una década, hasta que me entró sueño y una y otra vez tenía<br />
que descifrar el mismo par de líneas sin ser ca-paz de entenderlas.<br />
Después soñé que caminaba por una zona montañosa. El largo<br />
camino, cubierto de fina piedra partida blanca, discurría, subiendo y<br />
bajando, en infinitas revueltas por entre los bosques, y por último, a<br />
la altura del paso, a través de una profunda hendedura, conducía al<br />
otro lado de la cadena montañosa, que, como bien sabía en el sueño,<br />
se trataba de los Alpes. Todo lo que veía desde ahí arriba era de una<br />
especie de color calcáreo, de un gris claro, resplandeciente, en el que<br />
centelleaban miríadas de esquirlas de cuarzo. Esto, extrañamente,<br />
me causó la impresión de que la piedra fuese a desmaterializarse.<br />
Desde mi punto de observación, el camino trancurría cuesta abajo, y<br />
en la lejanía se alzaba una segun-da montaña, por lo menos de igual<br />
altura, que intuí no ser ya capaz de superar. A mi izquierda se abría<br />
una profundidad verdadera-mente vertiginosa. Me acerqué al borde<br />
del camino consciente de que jamás había estado mirando hacia una<br />
profundidad semejante. En ninguna parte se podía ver un árbol, un<br />
matorral, ni un arbusto de madera retorcida, ni una pequeña mata de<br />
hierba, sólo piedra. Las sombras de las montañas apresuraban su<br />
paso sobre bruscas pendientes y por entre los desfiladeros. No se<br />
movía nada más. Reinaba la calma más absoluta, pues hacía ya<br />
tiempo que el viento había disipado también los últimos vestigios de<br />
vida vegetal, la última hoja susurrante o el último pequeño jirón de<br />
corteza, y únicamente las rocas yacían inertes en el fondo. Como un<br />
eco casi perdido re-<br />
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