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Vértigo<br />
ner ningún tipo de justificante que pudiera enseñar de este encuentro<br />
en extremo improbable. Oír continuamente las risas tontas de los dos<br />
muchachos a mis espaldas me irritaba cada vez más, de modo que,<br />
cuando nos detuvimos en Limone sul Garda, bajé mi bolsa de la<br />
rejilla de equipajes y me apeé del autobús.<br />
Serían las cuatro de la tarde cuando, abatido y cansado por el<br />
largo trecho que, pasando por Venecia y por Padua, había recorrido<br />
de Viena a Limone sin cerrar los ojos, entré en el hotel Sole, el cual,<br />
construido a la orilla del lago, estaba vacío y abandonado a aquella<br />
hora del día. En la terraza, sentado bajo una sombrilla, había un<br />
huésped solitario, y dentro, en la oscuridad, detrás de la barra, la<br />
dueña, Luciana Michelotti, también sola, escarbando en la taza del<br />
café que se acababa de tomar con una pequeña cucharilla de plata,<br />
abismada en sus pensamientos. La mujer que siempre he recordado<br />
con aire resoluto y alegre y que aquel día, como más tarde supe,<br />
cumplía cuarenta y cuatro años, causaba una impresión de<br />
melancolía, por no decir desconsuelo. Acometió las tareas de registro<br />
con una lentitud que resultaba chocante; hojeó mi pasaporte, tal<br />
vez asombrada por nuestra coetaneidad, comparó varias veces mi<br />
cara con la que aparecía en la fotografía, para lo que me dirigió una<br />
larga mirada a los ojos, y por último, circunspecta, guardó el documento<br />
en un cajón y me entregó la llave del dormitorio. Me dispuse<br />
a quedarme allí varios días, escribir un poco y descansar. Una vez<br />
que, con ayuda de Mauro, el hijo de Luciana, me hube provisto de<br />
una barca apropiada, salí a remar un buen trecho hacia el interior del<br />
lago durante las primeras horas de la tarde. En la parte occidental ya<br />
todo estaba hundido en las sombras que, como estandartes oscuros,<br />
tremolaban sobre la pared escarpada de piedra del Dosso dei Róveri,<br />
y también en la orilla oriental, al otro lado, se izaba el resplandor de<br />
la tarde, cada vez más alto, hasta que pronto sólo se podía ver una<br />
débil luminosidad que, en tonos rosáceos, llameaba sobre la cumbre<br />
del Monte Altissimo. Todo el lago, fulgurando en coloraciones<br />
oscuras, yacía calmo a mí alrededor. El ruido<br />
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