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Vértigo<br />
po que se remonta por lo menos a medio siglo y haber venido a parar<br />
a ese cuarto. El cabecilla de la pequeña compañía —pues de una<br />
compañía se trataba, sin lugar a dudas— vestía un traje blanco de<br />
verano y unos zapatos extremadamente elegantes de lino rígido con<br />
un ribete de piel. En las manos giraba, una vuelta a la izquierda, otra<br />
a la derecha, un sombrero de paja de ala ancha realmente magnífico,<br />
con una forma perfecta. En sus pocos movimientos se advertía que<br />
la preparación de una tortilla sobre la cuerda floja, igual que Blondel<br />
había hecho en sus actuaciones de un modo sensacional, hubiera sido<br />
para él un juego de niños. Al lado del hijo del aire estaba sentada una<br />
mujer joven, que tenía el aspecto de proceder de un país del norte,<br />
con un traje hecho a medida —también ella como una aparición de<br />
los años treinta—. Allí estaba sentada, inmóvil, muy erguida y<br />
durante todo ese tiempo con los ojos cerrados. Ni siquiera noté en<br />
ella un parpadeo, una contracción de la comisura de sus labios, el<br />
giro más leve de su cabeza, ningún cambio, por pequeño que este<br />
fuese, en su peinado, ondulado con gran es-mero. A estos dos<br />
sonámbulos que, como supe después, se llamaban Giorgio y Rosa<br />
Santini, les pertenecían tres muchachas de casi la misma edad y muy<br />
parecidas entre sí, ataviadas con sus vestidos veraniegos, de batista<br />
muy fina, que tan pronto se estaban quietas, sentadas todas ellas<br />
juntas, como al poco ya volvían a deambular por la sala de espera<br />
entre las mesas y las sillas, como si las hubieran dispuesto para<br />
hacer de sus caminos un hermoso lazo. La una llevaba consigo un<br />
pequeño molinillo de colores, la otra un telescopio extensible que<br />
casi siempre se ponía en el ojo al revés y la ter-cera una sombrilla. A<br />
veces las tres se ponían junto a la ventana con sus diferentes<br />
distintivos y miraban hacia afuera, a la mañana milanesa, donde la<br />
luz del día, centelleando, intentaba penetrar la pesa-da atmósfera<br />
gris. Apartada de los Santinis, pero ostensiblemente encariñada y<br />
emparentada con ellos, se sentaba la nonna en su vestido negro de<br />
seda. Estaba atareada con una labor de ganchillo de la que sólo de<br />
vez en cuando levantaba la mirada para —llena de<br />
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