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Vértigo<br />
Después nos fuimos. La residencia de Agnesheim no quedaba<br />
muy lejos. Al despedirnos, Ernst levantó levemente su sombrero e<br />
hizo, erguido sobre las puntas de los pies y ligeramente inclinado<br />
hacia adelante, un movimiento en círculo, para, en el momento de<br />
salida, volver a ponerse el sombrero, todo ello como un juego de niños<br />
y una difícil obra de arte en uno. Tanto este gesto como la forma<br />
en la que me había saludado aquella mañana me recordaba a alguien<br />
que hubiera estado durante muchos años en el circo.<br />
El viaje en ferrocarril de Viena a Venecia apenas dejó huella en mi<br />
memoria. Quizá haya estado mirando durante una hora cómo, girando,<br />
se sucedían las luces de los barrios periféricos del suroeste de<br />
la metrópolis más o menos habitados, hasta que, calmado por el veloz<br />
desplazamiento que después de las interminables caminatas de<br />
Viena actuaba como un sedante, me hundí en un profundo sueño. Y<br />
mientras fuera hacía un buen rato que todo se había sumergido en la<br />
oscuridad, vi, en el sueño, la imagen de un paisaje que no he podido<br />
olvidar desde entonces. La parte inferior de esta imagen estaba casi<br />
cubierta por la noche cercana. En un camino vecinal, una mujer empujaba<br />
un carrito de niño hacia un par de casas; debajo del frontispicio<br />
de una de ellas, una posada deteriorada, ponía con grandes letras<br />
el nombre de JOSEF JELINEK. Sobre los tejados se elevaban,<br />
oscuras, cimas cubiertas de bosque; la curva de nivel, quebrada en<br />
zigzag, como recortada del reflejo de la luz de la tarde. Pero en lo<br />
más alto, incandesciendo, transparente, escupiendo fuego y esparciendo<br />
centellas, hacia la última claridad de un cielo por el que pasaban<br />
las más extrañas formaciones de nubes, de tonos rosa-grisáceos<br />
y entre éstas, los planetas de invierno y la guadaña de la luna, se<br />
alzaba la cumbre del Schneeberg. En mi sueño no tenía la menor<br />
duda de que el volcán era el Schneeberg, como tampoco dudaba de<br />
que las tierras adyacentes por encima de las que iba ascendiendo a<br />
través de una llovizna fulgurante eran Argentina, tierras monstruo-<br />
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