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I1 ritorno in patria<br />
Después tenía que bajar el camino de la iglesia y pasar por la callejuela<br />
de arriba. La herrería despedía un olor a cuerno quemado. El<br />
fuego de la fragua se había desmoronado y las herramientas, los<br />
pesados martillos, las tenazas y las escofinas estaban por el suelo o<br />
arrimadas a algún que otro rincón. Por ninguna parte se movía nada.<br />
La hora del mediodía era en W. la hora de las cosas abandonadas. El<br />
agua de la cuba, en la que de lo contrario el herrero introducía a cada<br />
instante el hierro candente haciendo que borbotase, se mantenía tan<br />
calma brillando al débil resplandor que caía en su superficie desde la<br />
puerta abierta y en una negrura tan honda, como si aún nadie la<br />
hubiese tocado y le hubiera sido predetestinado permanecer<br />
conservada en tal ilesitud. También el sillón de afeitar de Kópf, el<br />
barbero, que ejercía en la casa de al lado, estaba vacío. La navaja de<br />
afeitar descansaba abierta sobre la supercicie de mármol del tocador.<br />
No había nada a lo que yo tuviera un miedo mayor que cuando Kópf,<br />
en cuya peluquería tenía que cortarme el pelo una vez al mes desde<br />
que padre estaba otra vez en casa, me afeitaba la nuca con esta navaja<br />
recién pasada por la correa del suavizador. Este miedo se ha quedado<br />
tan profundamente grabado en mi memoria que muchos años<br />
después, cuando vi por primera vez la representación de la escena en<br />
la que Salomé lleva la cabeza cortada de Juan sobre una bandeja de<br />
plata, se me vino inmediatamente Kópf a la memoria. Tampoco el<br />
día de hoy soy capaz de entrar en una peluquería sin un autocontrol<br />
extremo. Y el hecho de que hace unos años me haya afeitado de<br />
forma espontánea en la estación de trenes de Santa Lucia de Venecia<br />
me sigue resultando una monstruosidad del todo incomprensible. El<br />
pavor que sentía cuando echaba una ojeada al interior de la estancia<br />
del barbero era proporcional a la esperanza que experimentaba a la<br />
vista del pequeño escaparate de la tienda en la que, justo por aquel<br />
entonces, la señora Unsinn había construido una pirámide de cubos<br />
dorados de Sanella, una especie de milagro prenavideño que yo<br />
admiraba casi todos los días en el camino de vuelta a casa, como un<br />
signo de que también en W. se estaba inau-<br />
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