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Después de haber estado durante los últimos meses de verano en<br />
Verona ocupado en mis diferentes quehaceres, si bien, como ya no<br />
podía seguir aguardando al invierno, las semanas de octubre es-tuve<br />
alojado en un hotel emplazado mucho más allá de Bruneck, al final<br />
de la vegetación, una tarde de noviembre de 1987, cuando el monte<br />
Grofvenediger emergió de una nube gris de nieve de un modo<br />
especialmente misterioso, decidí volver a Inglaterra, no sin antes<br />
pasar un tiempo en W., adonde no había vuelto desde niño. Puesto<br />
que de Innsbruck sólo sale un único autobús que, además, según<br />
averigüé, parte a las siete de la mañana con dirección a Schattwald,<br />
no tenía otra opción que coger el expreso nocturno, para mí<br />
asociado a un mal recuerdo, que pasa por el Brenner y llega a<br />
Innsbruck a eso de las cuatro y media. En Innsbruck, como cada<br />
vez que llego, independientemente de la estación del año, reinaba<br />
un tiempo horrible. Seguramente no haría más de cinco o seis<br />
grados, y las nubes pendían tan profundas que las casas desaparecían<br />
en su interior y el crepúsculo del amanecer no podía elevarse.<br />
A ello se le añadía que llovía sin interrupción. De modo que ir al<br />
centro de la ciudad o pasear un trecho a orillas del Inn quedaba<br />
descartado. Miré hacia afuera, a la plaza de la estación abandonada.<br />
De cuando en cuando, algún vehículo se movía con lentitud por las<br />
calles que relucían en tonos negros. Últimos ejemplares de una es-<br />
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