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3. Niños de Todo el Mundo

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—Hemos llenado el cesto y estamos casi congelados

—gritó ella— ¿Te has caído del carro? ¿Estás herido?

Silenciosamente Paudeen abrió la mano y le enseñó el

trébol de cuatro hojas.

—Eres un chico listo —exclamó Peggy con admiración—.

¿Qué vas a pedir?

—Una alacena repleta, un buen montón de turba y el

broche que la abuela siempre lamenta haber perdido —contestó

Paudeen montando en su carro y arropándose con la

manta.

—¿Qué dices? —preguntó Peggy.

—Arranca, vamos —ordenó Paudeen.

En aquel momento, Kevin llegó con el cesto lleno de

tréboles.

—Paudeen encontró uno de la suerte —le dijo Peggy.

—Lástima que no tiene bastante sentido común para

desear algo que valga la pena —lamentó Kevin—. Espera a

que coloque el cesto; después tú tirarás del carretón y yo

empujaré.

Había parado de nevar y el viento soplaba a su favor,

por lo que corrieron todo el tiempo hacia la casa. Vieron a

la abuela cruzando la playa delante de ellos y la llamaron.

Pero ella no los oía porque estaba totalmente asombrada

mirando la parte trasera de la cabaña.

—Mirad y decidme si estoy delirando —les dijo cuando

la alcanzaron, señalando una gran pila de turba tan alta

como la cabaña y con los terrones tan bien apilados como

ladrillos.

Kevin meneó la cabeza, extrañado. Peggy miró a Paudeen.

Este se estaba repitiendo a sí mismo: “Una alacena

repleta, un buen montón de turba y el broche que mi abuela

perdió y siempre echa a faltar.”

Entraron en la cabaña. La puerta del armario estaba

abierta y vieron que los estantes estaban repletos. Había

un saco de harina de trigo y otro de harina de avena, un

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