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mitían atisbar, aunque Rodney nunca se había asomado; y
un gran prado inclinado ideal para revolcarse, aunque Rodney
nunca se hubiera revolcado en él; y una larga calzada
curva para descender vertiginosamente con las bicis, aunque
Rodney todavía no se había deslizado por ella. Patricia
vivía allí.
Patricia tenía diez años, lo que la hacía un poco vieja
para un tipo como Rodney que tenía ocho. Pero a Rodney
esto no le importaba. Ella vestía de rojo para ir al colegio
y por eso se notaba cuando volvía.
En el autobús, desde luego, nunca se sentaba cerca de
ella —esto no habría ido bien—, sino que se colocaba detrás,
con los chicos. Sentarse delante y girarse para hablar tampoco
habría resultado. Se hubieran reído de él. Los niños
de ocho años no hablan a las chicas.
En la escuela, chicos y chicas se sientan en diferentes
pupitres; los chicos tienen un campo de juego, las chicas
otro, e incluso diferentes cobertizos para protegerse de la
lluvia. Después, cuando el autobús les llevaba a casa, ella
subía la colina y desaparecía.
Uno de estos días Rodney iba a decir: “Hola, Patricia.
T ú me conoces, ¿no?” Uno de estos días se lo diría, y quien
se riera de él recibiría un puñetazo en la nariz.
Subiría la colina, llamaría a la puerta y diría: “¿Sales
a jugar? Si me dejas rodar en tu césped, tú puedes montar
mi bicicleta. ¿Qué te parece?” Esto es lo que le diría si pudiera
empezar a hablar.
Bueno, en cierto modo ya lo había intentado una O dos
veces. En realidad casi una vez por día. Con paso decidido
iba desde la casa, en el valle, hacia la tienda que estaba en
la carretera, pero luego vacilaba como siempre apoyándose
en algún sitio, quedándose de pie, haciendo dar círculos a
la bici o contando los coches que pasaban hasta que su madre
asomaba la cabeza por la puerta de la tienda.
—Rodney, ¿no tienes otra cosa que hacer? ¿Es que tus