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3. Niños de Todo el Mundo

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garganta. Ahora no puedo más. Pago el precio convenido y

déjame remojar la boca.

Y el duro retomó a los bolsillos de Pablo.

A medida que avanzaba el día, crecía el calor, se empinaba

la cuesta y aumentaba la sed, que con el gusto del

aguardiente, en vez de calmarse, crecía lo mismo que el calor

y el día. Las paradas y los vasitos se hicieron más frecuentes,

y como que cada vez que uno de los dos amigos

tomaba un vaso pagaba escrupulosamente el precio convenido,

el otro se encontraba siempre con el capital necesario

en los bolsillos, para repetir a su vez el vasito, y así, por

tumo, se iban llenando los vasos y vaciándose las garrafas,

con una rapidez asombrosa. Y cuando se acabó el agua se

bebieron las copitas de aguardiente de la botella vieja. Y el

duro entraba y salía del bolsillo de Pedro al bolsillo de Pablo

y del de éste al de aquél como una pelota de tenis...

Al llegar a la ermita, las garrafas y la bótela estaban

tan vacías como una olla agujereada. Pablo se encontró con

el duro en sus bolsillos, el resto de sus ahorros invertidos

en el negocio, tal como había comenzado el día, y Pedro

con los bolsillos llenos de viento.

—¿Cómo es posible? —se preguntaban, aterrados, los

dos aprendices de comerciante—. El negocio debía haber

funcionado exactamente igual que si hubiéramos vendido el

agua a los romeros aquí, en la ermita, puesto que cada uno

de nosotros ha pagado religiosamente su vaso al precio establecido.

¿Cómo es posible que estemos peor que al empezar

el negocio? ¿No hemos ganado nada?

Los dos amigos estaban tan cansados y tan preocupados

por su mala suerte que decidieron irse al bosque y sentarse

junto a la fuente, para ver si en -reposo podían comprender

cómo, habiendo pagado cada copa con toda puntualidad

al mismo precio que las habría pagado el público

de la ermita, se habían quedado con los bolsillos tan vacíos

como la botella de aguardiente y las garrafas de agua.

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