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anciana, cuya cabeza estaba casi a la misma altura que el
nivel del muro de piedra. Estaba inclinada, casi doblada sobre
un bastón que le servía de apoyo. Parecía exactamente
igual que la bruja de los dibujos del cuento, salvo que ella
llevaba un jersey rojo y viejo.
—¿Qué te pasa? —dijo ella de repente— No voy a hacerte
ningún daño. Supongo que debes ser Martín. Bien,
Martín, yo soy Tildy Thomas y éste es Thomas Thomas,
mi gato. Salía para arrancar algunos de estos juníperos que
están estropeando mi campo de heno, pero tengo un reuma
terrible estos días. Estoy mucho mejor dentro de la casa.
Martín no respondió. Tildy Thomas le dirigió otra mirada
con sus ojos penetrantes.
—Tú también tienes frío —dijo ella de repente—. Ven
conmigo y te daré té y pastas.
Martín no podía rechazar una invitación tan cortés,
pero su corazón latió más deprisa mientras acompañaba a
la anciana y a su gato a la casita roja. Dentro, todo estaba
maravillosamente limpio. De la repisa de la chimenea colgaban,
como racimos, bolsas hechas de ganchillo llenas de
huevos. Había paños almidonados, de color blanco, en los
respaldos y brazos de los sillones. Sobre los cuadros de la
pared pendían cortinas de encaje, sujetas con brillantes cordones.
Uno parecía estar mirando por una ventana directa»
mente al mar, donde un barco se hundía bajo la tempestad,
o a las grandes fotografías de los parientes de la señora
Thomas, que parecían estar mirándole a uno atentamente
desde la pared.
Martín no sabía nada de casas de brujas. Pero se sintió
muy raro en aquella habitación.
—Si trato de salir huyendo —pensó—, todas estas caras
de los cuadros comenzarán a gritar para decirle a la señora
Tildy que me voy.
Decidió pues quedarse donde estaba.
Al cabo de un rato, la vieja volvió con una bandeja que