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3. Niños de Todo el Mundo

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—Así que es esto —dijo el maestro mirando de verdad

por primera vez a Kniajin.

La mata de pelo rojo cubría su ancha frente, algo abultada,

y sus ojos azules parecían desesperados.

—Este muchacho hará lo que se propone —se dijo— Seguro

que alcanzará la meta.

El profesor de matemáticas se acordó de pronto de

cómo se había sentido, durante la guerra, cuando se lanzó

en paracaídas; lo asustado que estaba cuando saltó al vacío,

mirando hacia abajo, hacia la lejana tierra llena de árboles

y ríos diminutos como charcos de lluvia, y de cómo se había

preguntado: “¿Y si el paracaídas no se abre?” En aquel

momento la tierra no era acogedora, sino terrible.

Los que vuelan por el espacio deben sentirse mucho

más aterrados —se dijo el maestro—, pero éste lo conseguirá;

estoy completamente seguro.

—Si se trata de esto, si realmente estás decidido a ser

cosmonauta, no me opongo a que pertenezcas a todos los

clubs —le dijo a Kniajin.

—Gracias —respondió Kniajin.

Durante los tres primeros meses del cuatrimestre, Kniajin

no dejó de asistir a una sola reunión del grupo de matemáticas.

Después, dejó de ir. Estaba siempre pensativo y

había adelgazado mucho.

—¿Por qué has dejado de ir al club de matemáticas?

—le preguntó un día el maestro.

Kniajin levantó la mirada. Sus ojos parecían de otra

persona; no estaban desesperados, pero sí muy tristes; y

quizá no eran tan azules.

—Probablemente pronto comenzaré a ir otra vez —dijo

distraídamente.

Poco después, Levushkin, que se había hecho amigo

del muchacho nuevo, le dijo al maestro:

—Kniajin está en apuros. No debería decírselo, pero estoy

seguro de que tiene grandes problemas.

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