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condidas, no conseguía progresar mucho; además temblaba
de frío en la oscuridad.
Cuando tenía ya hecho un metro, vio que la trenza se
parecía mucho a un dibujo de intestinos de animales que
había visto en un libro de ciencias. Así que, disgustado,
abandonó la tarea y echó la cuerda a la basura.
Estaba ya tan apurado que escribió una carta a su tío
de Tokio pidiéndole que le mandara algo que pudiera usar
como regalo de Navidad.
Pero como era ya el 22 de diciembre, no cabía esperar
que la respuesta de su tío llegara a tiempo.
En casa, donde todo el mundo se apresuraba en el trabajo,
en una atmósfera de misterioso secreto, Akira, a quien
normalmente no le importaba nada, no hacía otra cosa que
estar triste y suspirar. Esto sólo empeoraba las cosas. Y la
mañana del 23 llegó.
No le quedaba, pensó, más que una solución. ¡Si sólo
un conejo, uno solo le ayudara, dejándose atrapar en la trampa!
Si pudiera capturar un conejo, le colgaría del cuello un
cartel que dijera:
Muchos besos de Akira, con la plena seguridad de que
no habría mejor regalo.
Hacía varios días que no iba a ver sus trampas. ¿ Cómo
saberlo, pues? Podía incluso haber tres o cuatro conejos
atrapados, esperándole. Si la zorra hubiera robado las trampas,
como ocurrió el año anterior, la cosa sería diferente;
de todas formas, aún quedaba alguna esperanza.
Pero la tarde del día 23 no pudo esperar más. Se puso
la gorra de invierno, tomó los esquís y salió.
Dispuesto a dar un paseo, el gato Tom se fue con él.
En la cima de la colina, frente a la casa, Akira se puso
los esquís. Tom corrió tras él siguiendo el rastro de los esquís.
Cruzaron el campo de trigo y llegaron al primer canal
fangoso. Andando de lado, como un cangrejo, Akira se abrió
paso con un alarde de habilidad hacia el lado opuesto y lie-