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3. Niños de Todo el Mundo

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—¡Menos mal que no te olvidaste de entrar! ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! —corearon todos.

Cipriano se sentó y cenó tranquilamente. ¿Para qué iba

a perder el tiempo en discutir?

Al día siguiente se llevarían la sorpresa y verían a un

Cipriano totalmente cambiado.

Comía y sonreía para sus adentros.

A la mañana siguiente, el capataz salió para el pueblo.

Puso en marcha la camioneta y enfiló para la tranquera. Estaba

llegando a ella cuando quiso sacar los cigarrillos... Empezó

a revisar sus bolsillos, miró el asiento para ver si estaba

allí el paquete... ¡CRASH! ¡PAF! ¡BOM! La camioneta

quedó hecha un acordeón y de entre los restos salió el capataz,

que por suerte no se había hecho ni un rasguño, con

una cara de asombro tremenda.

—¿Pero quién ha cerrado la tranquera? ¡Cipriano la deja

siempre abierta!

Al mismo tiempo, el patrón subió a su caballo.

—¡Qué raro! Hoy no se ha movido al montarlo —se dijo

mientras lo taloneaba.

El caballo trató de salir al galope, pero se quedó donde

estaba y el patrón salió volando para aterrizar unos metros

más allá.

-Pero... —exclamaba asombrado-. ¿Quién ató el caballo

al palenque? ¿Eh?

En ese momento la cocinera buscaba la hierba en el

tarro del arroz. Lógicamente, la hierba no debe estar nunca

en el tarro del arroz, pero sucede que siempre Cipriano la

ponía allí... Y en otro lugar de la estancia los peones buscaban

las herramientas en el lugar en que Cipriano los tenía

habituados, es decir, junto a la avena para los caballos.

—¿Pero dónde están las herramientas, si siempre las encontramos

aquí?

Un poco más allá, Jacinto se preparaba a darse su baño

diario en el tanque, y de un ágil salto se arrojó al agua...

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