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—¡Menos mal que no te olvidaste de entrar! ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —corearon todos.
Cipriano se sentó y cenó tranquilamente. ¿Para qué iba
a perder el tiempo en discutir?
Al día siguiente se llevarían la sorpresa y verían a un
Cipriano totalmente cambiado.
Comía y sonreía para sus adentros.
A la mañana siguiente, el capataz salió para el pueblo.
Puso en marcha la camioneta y enfiló para la tranquera. Estaba
llegando a ella cuando quiso sacar los cigarrillos... Empezó
a revisar sus bolsillos, miró el asiento para ver si estaba
allí el paquete... ¡CRASH! ¡PAF! ¡BOM! La camioneta
quedó hecha un acordeón y de entre los restos salió el capataz,
que por suerte no se había hecho ni un rasguño, con
una cara de asombro tremenda.
—¿Pero quién ha cerrado la tranquera? ¡Cipriano la deja
siempre abierta!
Al mismo tiempo, el patrón subió a su caballo.
—¡Qué raro! Hoy no se ha movido al montarlo —se dijo
mientras lo taloneaba.
El caballo trató de salir al galope, pero se quedó donde
estaba y el patrón salió volando para aterrizar unos metros
más allá.
-Pero... —exclamaba asombrado-. ¿Quién ató el caballo
al palenque? ¿Eh?
En ese momento la cocinera buscaba la hierba en el
tarro del arroz. Lógicamente, la hierba no debe estar nunca
en el tarro del arroz, pero sucede que siempre Cipriano la
ponía allí... Y en otro lugar de la estancia los peones buscaban
las herramientas en el lugar en que Cipriano los tenía
habituados, es decir, junto a la avena para los caballos.
—¿Pero dónde están las herramientas, si siempre las encontramos
aquí?
Un poco más allá, Jacinto se preparaba a darse su baño
diario en el tanque, y de un ágil salto se arrojó al agua...