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dos muchachos, cargados como muías con sendas garrafas
llenas de agua preparada desde el día anterior con unas gotas
de aguardiente y, además, con unos cuantos vasos en
los bolsillos y con una botella vieja en la mano medio llena
de unas copas de repuesto, comenzaron a sudar y a resoplar
como burros de carga.
Pablo no tardó mucho en quejarse:
-M e abraso de sed. No puedo más. ¿Cómo vamos a
transportar todo el rato, con el calor que hace, esa agua tan
olorosa, sin poder probar ni una gota? Es un tormento.
¿Podríamos beber un vasito, por lo menos?
—Bueno —accedió Pedro—, pero sin estafar a nadie, ¿eh?
Tú y yo hemos formado una sociedad para vender agua
con aguardiente y no es cosa de defraudar a la sociedad.
Si quieres un vaso tendrás que pagarlo al precio convenido.
—Me parece bien, si tú haces lo mismo cuando no resistas
más. Un duro me ha quedado después de poner todos
mis ahorros en el negocio. Aquí lo tienes. Venga el vaso.
Pedro se embolsó el duro y sirvió un vaso a su compañero.
Al poco rato fue Pedro quien comentó:
—¿' Sabes que me has dado sed, viéndote beber con tanto
gusto? Me parece que yo también voy a pagarme un vasito.
Toma un duro.
Y entregando a su amigo la moneda que éste le había
dado antes, Pedro sació su sed.
Unos minutos más tarde, Pablo volvió a quejarse:
-E l sol es cada vez más fuerte. El vaso de antes sólo
me ha servido para refrescarme la lengua y darme más sed.
Aquí tienes el dinero. Quiero otro vaso.
Y devolvió la moneda a Pedro, el cual unos pasos más
adelante, exclamó:
—Chico, me ocurre lo mismo que a ti. Es mejor no beber
nada que probar un solo vaso. Por lo menos, si no bebes
nada, no recuerdas el gusto y el frescor del agua en la