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—Voy caminando por el mundo, en busca del miedo.
No sé lo que es eso. Si un día lo encuentro, vendré a contártelo
a ti y a tus hermanas, y así haré una visita a tan
cariñoso perrito.
—Pues si vuelves —le dijo ella—, te daremos una merienda
en mi casa, para agradecerte lo que hoy has hecho por
nosotras.
Siguió caminando, caminando, y por la tarde entró Quique
Risafuerte en una gran ciudad antigua, para él desconocida.
En la plaza, que era grandísima, había una enorme
multitud que se estrujaba y se empujaba violentamente,
dando unas voces que a otro le hubieran aterrado. Sin embargo,
el niño soltó una nueva carcajada, divirtiéndole aquel
espectáculo.
Observó atentamente, a ver si averiguaba a qué se debía
aquel tumulto, y se dio cuenta de que todos tenían la
cabeza levantada mirando hacia lo alto, siguiendo con sus
ojos los vuelos y revuelos de una paloma completamente
blanca.
También él siguió con su vista al ave; la cual, después
de muchas vueltas y revueltas por el cielo, pareció cansada
y descendió con rapidez, posándose por casualidad en la
mismísima cabeza de Quique Risafuerte.
Eso le produjo al muchacho una feliz alegría, y una vez
más prorrumpió en carcajadas. Pero de pronto oyó que todas
las gentes gritaban:
—¡Éste es el rey! ¡Ya tenemos rey! ¡Viva el rey!...
—¡Este joven será desde ahora el rey de nuestra nación!
¡Arriba el nuevo rey!...
El niño no entendía lo que pasaba, pero le divertían
aquellas cosas tan extrañas. Mas llegó el alcalde, lleno de
condecoraciones doradas, y le preguntó:
—¿Cómo os llamáis?
—Quique Risafuerte, para serviros, señor.
—Pues bien, nuestro rey ha fallecido hace tres días, y