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3. Niños de Todo el Mundo

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—¿Han oído ustedes? —gritó Kees a sus clientes—. Este

niño sabe dónde adquirir zuecos.

Todo el mundo miró a Jan con respeto. Jan pensó que

hubiera sido mejor quedarse callado.

Momentos después salía de la tienda de helados con

las diez guilders del sonriente americano. También llevaba

un cordel, que era la medida exacta de los zuecos que el

americano quería. Jan subió a la bici y se fue a casa. De

repente se acordó de que su madre no estaría en casa hasta

después de cenar. Pero pensó que quizá su padre sabría

dónde comprar zuecos.

Su padre estaba en la salita jugando al ajedrez con Fred,

el hermano mayor de Jan.

—Papá, ¿conoces alguna tienda donde vendan zuecos?

—preguntó Jan.

—¿Para qué quieres unos zuecos? —preguntó el padre.

—Hay un americano en el petatkraam. Ha venido expresamente

para comprar unos zuecos para su hija.

—¡Qué tonto! —dijo el padre levantándose enfadado—

Estos extranjeros piensan que aquí todavía vamos con zuecos.

¿Dónde está este hombre?

—En el petatkraam —repitió Jan.

—Dile que éste es un país moderno —gruñó el padre—.

Con fábricas tan grandes como en América. Y que tenemos

el mayor puerto del mundo. Sí señor, ¡en Rotterdam! Dile

que no somos campesinos que andamos por ahí con zuecos,

sino un país orgulloso de sus diques. ¡Durante mil años hemos

estado preservándonos del mar, y lo hemos hecho con

presas, diques y puentes!

El padre golpeaba la mesa con el puño. Jan se hizo

atrás, sorprendido. ¿Tenía que decirle todo aquello al extranjero?

¡Pero si no entendía el holandés!

Fred comenzó también a gritar meneando su larga cabellera.

—¡No, no usamos zuecos! En nuestro país circulan tres

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