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ta en su casa y cuenta el dinero. Aun cuando pudiera devolvérselo,
no me daría nada; y los dos sabemos que nunca
podría devolverle el préstamo.
—Inténtalo —dijo la mujer, llorando— Es tu hermano.
Quizá te dé el dinero; de lo contrario, nos moriremos todos
de hambre.
Joseph dijo que hablaría con su hermano, y aquella misma
noche salió para la isla de Metusera. Andó por los llanos
polvorientos. Quedaban allí muy pocos animales, pues
la mayoría se habían ido más al sur, en busca de alimentos.
La poca hierba que quedaba estaba quemada por el sol.
Sobre la blanda arena se levantaban unos árboles desnudos
y rígidos. De vez en cuando, un soplo de brisa que
venía del lago removía la arena, formando remolinos que
herían los ojos de Joseph. Pero él continuaba su marcha por
los tórridos llanos. Antes de la puesta del sol llegó a la playa,
en el lado opuesto a la isla, y, como no podía cruzar
aquella noche, se durmió en la arena, cerca del agua, que
estaba llena de cocodrilos.
Al día siguiente se levantó con el alba y comenzó a
construir una balsa para las azules aguas del lago. Cortó
unos árboles pequeños y ató los troncos con una hierba muy
resistente.
Este trabajo le ocupó mucho tiempo; se encontraba débil,
por falta de alimento y por el intenso calor. Finalmente,
ya terminada la embarcación, partió para la isla, remando
por el lago.
Cuando llegó a la isla, se dirigió a la casa de su hermano.
Metusera estaba sentado en medio de una sala de su
enorme casa, contando dinero y poniendo las monedas en
numerosos montones.
Cuando Metusera vio a Joseph en la puerta de entrada,
cubrió los montones de monedas con una tela y dijo con
voz áspera:
—¿Qué haces aquí?