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3. Niños de Todo el Mundo

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ta en su casa y cuenta el dinero. Aun cuando pudiera devolvérselo,

no me daría nada; y los dos sabemos que nunca

podría devolverle el préstamo.

—Inténtalo —dijo la mujer, llorando— Es tu hermano.

Quizá te dé el dinero; de lo contrario, nos moriremos todos

de hambre.

Joseph dijo que hablaría con su hermano, y aquella misma

noche salió para la isla de Metusera. Andó por los llanos

polvorientos. Quedaban allí muy pocos animales, pues

la mayoría se habían ido más al sur, en busca de alimentos.

La poca hierba que quedaba estaba quemada por el sol.

Sobre la blanda arena se levantaban unos árboles desnudos

y rígidos. De vez en cuando, un soplo de brisa que

venía del lago removía la arena, formando remolinos que

herían los ojos de Joseph. Pero él continuaba su marcha por

los tórridos llanos. Antes de la puesta del sol llegó a la playa,

en el lado opuesto a la isla, y, como no podía cruzar

aquella noche, se durmió en la arena, cerca del agua, que

estaba llena de cocodrilos.

Al día siguiente se levantó con el alba y comenzó a

construir una balsa para las azules aguas del lago. Cortó

unos árboles pequeños y ató los troncos con una hierba muy

resistente.

Este trabajo le ocupó mucho tiempo; se encontraba débil,

por falta de alimento y por el intenso calor. Finalmente,

ya terminada la embarcación, partió para la isla, remando

por el lago.

Cuando llegó a la isla, se dirigió a la casa de su hermano.

Metusera estaba sentado en medio de una sala de su

enorme casa, contando dinero y poniendo las monedas en

numerosos montones.

Cuando Metusera vio a Joseph en la puerta de entrada,

cubrió los montones de monedas con una tela y dijo con

voz áspera:

—¿Qué haces aquí?

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