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3. Niños de Todo el Mundo

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—Bueno, ¿qué pasa con el cerdo? —preguntó Simpey.

—Tendrán que esperar a que la feria termine —dijo el

hombre—. No hay muchos que tiren todos los bolos. Apuntaré

su nombre y dirección. El que tiene mejor marca es

quien gana el cerdo.

—¡Oh! —pensó Simpey—, podríamos llamarlo Arturo.

Y ya en voz alta, le dijo a su abuela al devolverle el bolso:

—Perdona que lo haya mordido.

—Vamos a tomar un helado —ordenó la abuela chasqueando

la lengua.

Cuando llegaron a casa de la abuela, se sentaron los

dos junto a la ventana.

Lo habían visto todo en la feria. La abuela tenía los

pies en agua caliente. Simpey llevaba un batín y los dos

comían bizcocho con leche. En aquel preciso instante, una

camioneta se detuvo frente a la casa. Simpey miró por la

ventana. Dejó el tazón cuidadosamente en la repisa y dijo

lentamente:

—Abuela, mejor que te pongas las zapatillas enseguida.

Me parece que el cerdo ha llegado.

Y así era, en efecto.

Dos hombres transportaban la caja y la dejaron en la

cocina. Antes de que se fueran, la abuela habló un largo

rato con ellos frente a la entrada principal.

Cuando regresó, Simpey volvía a tener la marca de la

tela metálica en su nariz.

—¿Quieres soltarlo? —dijo él a la abuela—. Tú ganaste

la partida.

La abuela paseó pensativamente la mirada por toda la

cocina.

—Bien —dijo. Se inclinó y abrió la portezuela que había

en uno de los lados de la caja. Casi al momento apareció

la sonrosada cara del cerdito. Simpey sonrió. Abrió los brazos

y corrió hacia él.

—Arturo —dijo—, ¡hola, amigo mío!

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