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3. Niños de Todo el Mundo

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—Recordadlo bien —les dijo mirándoles desde el umbral

de la puerta, antes de irse—. Necesitamos nuestros ramilletes

de trébol para mañana. Mientras los estáis buscando,

tratad de encontrar uno de cuatro hojas. Portaos bien y cuidad

de Paudeen.

—Abuela, ¿ qué pedirías si encontraras un trébol de cuatro

hojas? —preguntó Peggy.

La vieja mujer suspiró.

-E sto es muy fácil de contestar, querida. Pediría una

alacena repleta, un buen montón de turba apilada y un bonito

broche de cristal que tenía un trébol de cuatro hojas

en el interior y que perdí cuando era joven. Cuando lo perdí,

podéis estar seguros, mi buena suerte desapareció con

él. Sed buenos mientras yo no esté aquí.

Y se fue.

—Kevin, tomemos la cesta para ir al mercado y vamos

a llenarla con tréboles para vender —sugirió Peggy.

—Pero, ¿ quién los comprará ? —preguntó el muchacho—.

Cerca del pueblo el trébol crece a montones. Solamente la

gente como nosotros, que vive a la orilla del mar, tiene que

ir a buscarlo.

Peggy movió la cabeza en desacuerdo.

—Recuerdo que el último día de san Patricio había mujeres

que vendían tréboles en el puerto. Hicieron un gran

negocio con la gente que venía a misa en las barcas y con

los que, con las prisas, se habían olvidado sus tréboles.

—Quizás tengas razón —convino Kevin—. Pero nunca encontraremos

bastantes para llenar la cesta.

—Podemos probar —dijo Peggy—. Los he visto a montones

más allá de la Torre de los Duendes. Date prisa, Paudeen.

—Yo quiero ir en mi carreta —dijo Paudeen inflexible.

Cuando Paudeen era muy pequeño, Kevin le había hecho

una carreta con una caja montada sobre cuatro ruedecillas.

A Paudeen le gustaba tanto pasearse en esta carreta

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