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3. Niños de Todo el Mundo

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bre la hierba, contemplando las marmotas. Le gustaría tener

unos prismáticos, como los que el guardabosque amigo

suyo llevaba alrededor del cuello. Siempre que el guardabosque

le dejaba mirar por ellos, Raimi se sorprendía de lo

cerca que parecían estar las cosas lejanas. Si tuviera unos

prismáticos, podría ver mucho mejor lo que hacían las marmotas.

Pero era absurdo pensarlo. Para comprarlos tendría

que ahorrar durante tres años todo el dinero que le pagaba

el granjero Holz.

De pronto, las marmotas comenzaron a gruñir, produciendo

unos chillidos agudos, que Raimi nunca había oído.

Olvidó sus sueños fantásticos. En un abrir y cerrar de ojos,

las marmotas desaparecieron dentro de sus cuevas.

Raimi vio una sombra enorme, de color gris oscuro,

que cayó exactamente sobre el sitio donde las marmotas

estaban hacía sólo un segundo. Se puso de pie de un salto

y empezó a agitar sus manos mientras gritaba con toda la

fuerza de sus pulmones. Allí estaba lo que había asustado

a las marmotas. Un águila real volaba sobre él. Los gritos

de Raimi y el movimiento de sus brazos la alejaron. El

águila describió unos cuantos círculos y finalmente desapareció

tras el pico de la montaña.

Con sus pies desnudos, cuyas plantas eran tan duras

como la suela de unos zapatos debido a las caminatas que

daba, Raimi corrió sobre piedras y guijarros hacia la guarida

de las marmotas. Allí, entre un montón de piedras, encontró

algo pequeño, lleno de sangre y heridas, que no había

podido escapar.

Por primera vez Raimi veía de cerca una marmota.

Era muy pequeña, apenas del tamaño de un conejillo.

La marmota miraba a Raimi con sus ojos negros, ansiosos,

descubriendo sus dientes. Rápidamente Raimi la envolvió

con su pañuelo y a toda prisa corrió a la granja.

Cuando el mozo del establo vio la marmota herida, dijo

a Raimi:

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