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3. Niños de Todo el Mundo

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sus picos eran como cuchillos. Snap, snap —graznaban a

una pulgada del cabello de Rodney.

—Marchaos, viejas urracas. Desapareced, viejas urracas.

Mi padre compró este árbol —les gritaba. Pero siempre era

Rodney quien tenía que bajar corriendo—. Os voy a comer,

viejas urracas. Os voy a asar en el homo si no os portáis

bien. Y entonces, ¿qué será de vosotras?

Había visto la habitación de cristal el mismo día que

había llegado allí, hacía semanas, hacía ya bastante tiempo,

mucho antes de que empezara el calor estival y las cigarras

hubieran comenzado a cantar. Entonces la había visto.

—¡Eh! ¡Mirad esto! Una habitación de cristal. ¿Es que

cultivan orquídeas ahí dentro? —dijo a sus amigos.

Pero él era el más pequeño y nadie lo oyó. Nunca le

oía nadie. Era como hablar a gente sin orejas. Estaban descargando

el coche y decían “¡Oooh!”, y “¿No es maravilloso?”

y “Será fantástico vivir aquí” y cosas así. Cuando venían

a través de las montañas, siguiendo al camión de

mudanzas, su padre había dicho riendo: —Echad un vistazo.

¡Esto es un lugar para vivir! ¿Qué os había dicho?

Y mamá respondía a cada momento: —Sí, querido; sí,

querido. Pero ¡por favor! mira la carretera.

Todos hablaban como si estuvieran locos.

—¿De verdad vamos a vivir aquí? —decía uno.

—Esto es lo que dijo vuestro padre. Ahora somos tenderos.

Ahí está. Allá abajo. Nuestra tienda—respondía mamá.

—¡ Atiza!

—Oye, mamá, ¿ vamos a vender caramelos, helados, manzanas

y todo eso?

—Mamá, ¿qué es ese humo? ¿Es eso un fuego de arbustos?

—Mira, mamá. ¿Es un auténtico lago o un embalse?

—¡Arrea! Mira los caballos, mamá. Un parque con carreras

de caballos.

Rodney, medio ahogado entre sus hermanos, compri-

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