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en este reino se elige monarca soltando una paloma blanca,
que al caer sobre la multitud designa cuál ha de ser nuestro
soberano. Vos sois, pues, el elegido. ¡Viva Quique Primero!
¡Viva el rey!
—¡¡Vivaaaaü —gritó la multitud.
Inmediatamente vino una carroza, y montando en ella,
Quique Primero fue conducido a palacio y sentado en el
trono real.
Cuando se calmó el entusiasmo popular, vinieron los
ministros, uno por uno, y empezaron a hablarle de los asuntos
del país: del peligro de una guerra con la república vecina;
de la situación angustiosa de los obreros que no tenían
trabajo, que andaban dando voces por la calle; de las
carreteras que había que construir para que el reino prosperase;
del poco dinero que había en los bancos; de un juez
que había mandado soltar a unos ladrones porque le regalaron
doce monedas de oro; de un choque de trenes con
cuarenta heridos que acababa de ocurrir a quince kilómetros
de la ciudad... y de otros mil asuntos de que tenía que
ocuparse un buen rey, si quería de veras a su pueblo.
Cuando le dejaron solo para que descansase, ya no se
reía. Comprendió que como rey, habían caído sobre él demasiadas
responsabilidades, y sintió un extraño escalofrío
que le subía por la espalda hasta la nuca y le producía ganas
de llorar.
—Ya no me cabe duda —se dijo-: esto es el miedo... ¡El
miedo!...
Entonces escribió en un papel unas líneas que decían:
“Suelten otra paloma para que salga en busca de nuevo rey,
porque yo tengo miedo”.
Y quitándose la corona, salió de la ciudad disimuladamente,
empezó a correr por un senderito, y no paró hasta
llegar a la casa de Isabel, Isidra e Inés, que le dieron de
merendar, sentándose los cinco a la mesa. Los cinco, porque
también se sentó el perrito.