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—No has visto nada, porque en el momento de ponerse
el mono debajo de las manos del brujo, éste se volvía
a mirarte para que tú cerraras los ojos. Los yanomamos
crían animales por gusto. Consideran crueldad comer un
animal criado. Los crían con cariño, como si fuera uno más
de la familia.
Y para convencerme, me hicieron salir al exterior
donde vi una india que por un lado le daba de mamar a su
niño y por el otro a un monito que se había quedado sin
madre.
—Comer gusanos no es ninguna porquería —siguió
explicándome mi p a d r^ . Lo que pasa es que nosotros no
estamos acostumbrados. En su selva no abunda la caza
y hay que obtener proteínas para el cuerpo de donde sea.
También comen arañas, culebras y otras alimañas.
Más tarde, me despedí del indiecito. Me dijeron que la
mejor manera de saludarlo era regalándole algo: fósforos
para prender fuego, una navajita, y... caramelos que traía
mi padre. El indiecito los recogió del suelo con los dedos del
pie, como hacen los cuadrumanos, se los llevó a la mano y,
con la mano, a la boca, para desempapelarlos a mordiscos
y, después, chuparlos deleitosamente. El indiecito sonreía,
sin hablar.
—Son muy inteligentes... —comenté yo, al pensar que
el truco del brujo para hacerme levantar fue mejor que el
mío de hacerme el inconsciente—. ¿Cómo se llama el indiecito?
El alumno fotógrafo me recordó, alarmado:
—No hay que pronunciar su nombre. No hay que preguntárselo.
Eso es tabú.
— ¡Es verdad! Entonces le llamaré el indiecito embrujado.
Y cuando llegue a Caracas pintaré su retrato y lo llamaré
así: El indiecito embrujado.