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uno a otro: —¿Qué, no les gustó? —reclama la chiquilla—
Claro que todavía no lo decoro. Cuando esté terminado me
dirán la verdad.
Un hermano se atreve a preguntar: —¿Qué es, Crucita?
Nunca he visto esa figura. ¿Es animal o juguete raro?
—¿No lo ves, tonto? Es un puerquito que va a ser una
alcancía. Y diciendo esto, llama a su papá y le pregunta:
—¿Qué opina de su hijita? ¿No es un genio?
Martiniano tiene que pensar aprisa antes de contestar:
—Me parece muy original.
Crucita mira a sus hermanos desafiante: —¿Se lo dije?
Si papá lo aprueba, señal que no está mal.
Al día siguiente, Crucita esperaba la tarde para terminar
su cochinito. Por las mañanas, desde hacía tiempo, estaba
ensayando a caminar. Era un secreto, ni siquiera Toño
lo sabía. Había encontrado en las excursiones que hacía en
su silla de ruedas un lugar ideal para aprender nuevamente
a caminar. Era una vereda solitaria sembrada a ambos lados
de eucaliptos; éstos hacen las veces de barrotes para
apoyarse en ellos y le sirven de metas, además. Ya puede
caminar un trecho largo, no a la perfección, claro, pero es
un adelanto prodigioso; esto la tiene fascinada, pensando
que será una sorpresa que le dará a su familia en Navidad.
La tarde llega al fin. Crucita con cariño va en busca
del cochinito y con maestría empieza a decorarlo. Le pinta
el fondo blanco; su trompa, lo mismo que sus orejas gachas,
las pinta coloradas, y en la frente dos rayas negras
que le dan una expresión de preocupado; sus ojitos, dos
puntos negros y brillantes; su pancita la adorna con una
flor roja y hojas doradas.
Para su gusto quedó divino su puerquito y persignándolo
lo mete al homo.
Al verlo salir ya bien cocido, Crucita lo contempla y
exclama complacida:
—De verdad he logrado una obra maestra.