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3. Niños de Todo el Mundo

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Nunca se cansaba de escuchar la carta. Lo hacía siempre

con el mismo gusto, incluso después de oírla más de veinte

veces. Y después venían las preguntas.

—Mamá, ¿cómo será la muñeca? ¿De qué color será el

pelo? ¿Será corto, largo, liso, rizado? ¿Llevará un vestido

de seda? ¿Llevará zapatitos blancos? No, quiero que lleve

zapatos rojos y un precioso paraguas.

Preguntas y más preguntas, que recibían siempre la

misma respuesta.

-T e n paciencia, espera sólo hasta Navidad y la verás

por ti misma.

Finalmente llegó Navidad, pero no llegaba el barco del

padre.

El mar se puso cada día más feo y tormentoso. El viento

del norte se hizo más fuerte, como si fuera a arrastrar

la casa hacia el mar. Después llegó la lluvia, mezclada con

granizo que martilleaba las ventanas.

Los troncos se habían quemado totalmente, dejando

sólo cenizas en el hogar. La gallina estaba ya preparada,

pero ni Spiridoula ni su madre tenían hambre. Spiridoula

estaba aún en la ventana mirando, vigilando, esperando.

Su madre se arrodilló frente al icono, iluminado con

una vela, y rezó a la Virgen María para que su marido regresara

a casa sano y salvo.

Más tarde unas lágrimas rodaron por sus mejillas al

ver que la tormenta continuaba. Volvió a rezar con todas

sus fuerzas y con toda su alma para que un milagro salvara

a su marido en aquella noche santa.

En aquel momento, oyó un golpe débil en la puerta. Su

corazón latió con más fuerza. Dio una vuelta a la llave y la

puerta se abrió.

Allí estaba su marido, con los vestidos pegados al cuerpo,

mojados y cubiertos de barro. Estaba tan cansado que

a duras penas pudo arrastrarse a una silla cerca de la chimenea.

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