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3. Niños de Todo el Mundo

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confortablemente. Luego ella lo arropó con una vieja manta

escocesa de modo que sólo se le veían los ojos serios y el

pequeño botón rojo de su nariz enrojecida por el frío.

—El cesto también puede ir en la carreta —dijo Peggy.

A Paudeen no le importó. Se acurrucó, feliz, en el blando

almohadón y desde el interior de la manta contemplaba

los efectos del viento enconado de aquel día.

Kevin había atado una doble soga a la carreta, y cuando

Peggy iba a colocársela para empezar a tirar, él se la

quitó.

—T ú busca los tréboles. Yo tiraré del carro —le dijo.

Paudeen sonrió. Le gustaba ser arrastrado por Kevin

porque era más grande y fuerte que Peggy y le llevaba más

rápido. Kevin se estremeció de frío al dejar el cobijo de la

choza y empezó a tirar de la carreta tanto como pudo. Peggy

corría a la cabeza, avanzando hacia la Torre de los Duendes.

Al llegar donde la arena terminaba y empezaba la hierba,

aflojó el paso.

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