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3. Niños de Todo el Mundo

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Llorarían mi muerte. También sentí tristeza por mí

mismo. ¡Iba a morir muy joven! ¿Qué quedaría de mis ambiciones

después de convertirme en pasto de los peces? Recordé

las cosas que siempre me habían gustado y las eché

de menos. Probablemente mi padre pensaría que me estaba

bien empleado porque siempre hacía lo que no debía. Me

maldije a mí mismo por escaparme de casa y, de haber podido,

hubiera llorado.

Una mano me agarró entonces por la cintura y traté

de sujetarme fuerte a ella. Pero me di cuenta de que intentaba

salvarme y me controlé. Cuando me sacaron, estaba

terriblemente exhausto. Me quedé muy quieto y ni siquiera

pude pensar en pelear con los muchachos que estaban aún

en el agua, burlándose de mí. Algunos querían dejarme más

rato en el agua, para que tragara más y así me curara del

miedo. El chico que me empujó me dijo que debía ir a casa

y decírselo a mi madre. Me esforcé por enfadarme, pero fue

inútil. Estaba cansado, sin fuerzas, y además contento de

haberme salvado y de estar sano y salvo otra vez.

Cuando recuperé las fuerzas y me sentí otra vez con

ánimo, decidí dar una lección a aquellos chicos. Mientras

aún jugaban en el agua, cogí sus ropas de la orilla y me fui

con ellas hasta el final del torrente. Sabía que no se atreverían

a nadar hasta allí porque incluso los hombres temen

aquella parte de la corriente. Arrojé todos los vestidos al

agua y los vi flotar y alejarse. Llamé después a los chicos

para que vieran cómo las ropas iban alejándose llevadas por

la corriente.

Corrí hacia casa. Llegué y me senté. Mi hermana llamó

a mi madre para que viera mis ropas mojadas. Mamá dijo

que estaba segura de que me había bañado porque tenía los

ojos de color rojo. Antes de ir a casa me había frotado barro

en la cara, cuello, brazos y piernas, y no parecían muy

limpios. Pero no pude hacer nada por los ojos.

Los chicos, que no habían podido recoger sus ropas,

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