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Llorarían mi muerte. También sentí tristeza por mí
mismo. ¡Iba a morir muy joven! ¿Qué quedaría de mis ambiciones
después de convertirme en pasto de los peces? Recordé
las cosas que siempre me habían gustado y las eché
de menos. Probablemente mi padre pensaría que me estaba
bien empleado porque siempre hacía lo que no debía. Me
maldije a mí mismo por escaparme de casa y, de haber podido,
hubiera llorado.
Una mano me agarró entonces por la cintura y traté
de sujetarme fuerte a ella. Pero me di cuenta de que intentaba
salvarme y me controlé. Cuando me sacaron, estaba
terriblemente exhausto. Me quedé muy quieto y ni siquiera
pude pensar en pelear con los muchachos que estaban aún
en el agua, burlándose de mí. Algunos querían dejarme más
rato en el agua, para que tragara más y así me curara del
miedo. El chico que me empujó me dijo que debía ir a casa
y decírselo a mi madre. Me esforcé por enfadarme, pero fue
inútil. Estaba cansado, sin fuerzas, y además contento de
haberme salvado y de estar sano y salvo otra vez.
Cuando recuperé las fuerzas y me sentí otra vez con
ánimo, decidí dar una lección a aquellos chicos. Mientras
aún jugaban en el agua, cogí sus ropas de la orilla y me fui
con ellas hasta el final del torrente. Sabía que no se atreverían
a nadar hasta allí porque incluso los hombres temen
aquella parte de la corriente. Arrojé todos los vestidos al
agua y los vi flotar y alejarse. Llamé después a los chicos
para que vieran cómo las ropas iban alejándose llevadas por
la corriente.
Corrí hacia casa. Llegué y me senté. Mi hermana llamó
a mi madre para que viera mis ropas mojadas. Mamá dijo
que estaba segura de que me había bañado porque tenía los
ojos de color rojo. Antes de ir a casa me había frotado barro
en la cara, cuello, brazos y piernas, y no parecían muy
limpios. Pero no pude hacer nada por los ojos.
Los chicos, que no habían podido recoger sus ropas,