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Dormí muchas horas y, al despertar, cuando amanecía,
vi un chico semidesnudo cerca de mí que estaba como
vigilándome. Era un indio de mi edad, más o menos. El
indiecito, al ver que me despertaba, corrió hacia un claro
de la selva, muy cerca del lugar en el que yo me hallaba,
pensé que seguramente para anunciar mi despertar. Resulta
que me había acostado en el borde mismo del lugar que habitaba
uña tribu de yanomamos.
En el claro de la selva había otros indios, hombres,
mujeres y niños, todos comiendo una especie de pan que
olía a plátano asado. Acababa de amanecer y con eso se
debían desayunar. Vi muchos animales que andaban sueltos
por las casas, como perros, un chigüire, un picure, un paují
y hasta un oso melero... Tendida en un chinchorro había
una anciana que no paraba de toser. Un indio muy importante,
por el respeto que inspiraba a los demás y por los
colgajos y colores que llevaba pensé que sería un brujo,
estaba al lado de la vieja recitando ensalmos o fórmulas
mágicas. La mujer no comía nada. Debía de estar enferma
y el brujo debía de estar tratando de sacarle los malos
espíritus de la enfermedad. Yo estaba tan lleno de curiosidad
que ni se me pasó por la cabeza huir o estar asustado.
El indiecito se acercó al brujo con gran reverencia y después
de un momento de conversación, un grupo de hombres con
el brujo y el indiecito a la cabeza se dirigieron hacia el lugar
en que yo me encontraba acostado. Entonces no se me ocurrió
otra cosa que cerrar los ojos y hacerme el dormido
para ganar tiempo y averiguar las intenciones de los indios
que se acercaban.
El brujo debió pensar que yo estaba enfermo porque
comenzó a recitar sus fórmulas mágicas ante mí, como
hiciera antes con la anciana. Pero como yo no estaba
seguro de qué me pasaría si abría los ojos, seguía con mi
truco, hasta que los indios se cansaron y sólo se quedaron
junto a mí, vigilándome, el brujo y el indiecito.
Era muy pesado eso de no poder abrir los ojos nunca