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3. Niños de Todo el Mundo

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Dormí muchas horas y, al despertar, cuando amanecía,

vi un chico semidesnudo cerca de mí que estaba como

vigilándome. Era un indio de mi edad, más o menos. El

indiecito, al ver que me despertaba, corrió hacia un claro

de la selva, muy cerca del lugar en el que yo me hallaba,

pensé que seguramente para anunciar mi despertar. Resulta

que me había acostado en el borde mismo del lugar que habitaba

uña tribu de yanomamos.

En el claro de la selva había otros indios, hombres,

mujeres y niños, todos comiendo una especie de pan que

olía a plátano asado. Acababa de amanecer y con eso se

debían desayunar. Vi muchos animales que andaban sueltos

por las casas, como perros, un chigüire, un picure, un paují

y hasta un oso melero... Tendida en un chinchorro había

una anciana que no paraba de toser. Un indio muy importante,

por el respeto que inspiraba a los demás y por los

colgajos y colores que llevaba pensé que sería un brujo,

estaba al lado de la vieja recitando ensalmos o fórmulas

mágicas. La mujer no comía nada. Debía de estar enferma

y el brujo debía de estar tratando de sacarle los malos

espíritus de la enfermedad. Yo estaba tan lleno de curiosidad

que ni se me pasó por la cabeza huir o estar asustado.

El indiecito se acercó al brujo con gran reverencia y después

de un momento de conversación, un grupo de hombres con

el brujo y el indiecito a la cabeza se dirigieron hacia el lugar

en que yo me encontraba acostado. Entonces no se me ocurrió

otra cosa que cerrar los ojos y hacerme el dormido

para ganar tiempo y averiguar las intenciones de los indios

que se acercaban.

El brujo debió pensar que yo estaba enfermo porque

comenzó a recitar sus fórmulas mágicas ante mí, como

hiciera antes con la anciana. Pero como yo no estaba

seguro de qué me pasaría si abría los ojos, seguía con mi

truco, hasta que los indios se cansaron y sólo se quedaron

junto a mí, vigilándome, el brujo y el indiecito.

Era muy pesado eso de no poder abrir los ojos nunca

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