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3. Niños de Todo el Mundo

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El patrón se tiraba de los pelos y le salía espuma por

la boca.

—¡Pero este muchacho no hace una derecha! —gritaba

mientras arrojaba el sombrero al suelo y lo pisoteaba.

—¡Mis sábanas! ¡Mis sábanas limpias! —lloraba la pobre

cocinera.

Cipriano decidió entonces que lo mejor era alejarse prudencialmente

y se fue rumbo a las parvas.

Claro que en el camino se olvidó de cerrar una de las

tranqueras, y por ella se le escaparon cuatro temeros que

aparecieron en la cocina y se comieron toda la verdura que

estaba lavada para el puchero.

Cipriano era una calamidad.

Pero, en honor a la verdad, desde el patrón hasta el

último de los peones se habían acostumbrado a sus distracciones

y olvidos. Por ejemplo: la cocinera sabía que el arroz

lo tenía que buscar en la lata de la hierba, los domadores

buscaban sus lazos y rebenques en el galpón de las herramientas,

y así todo... Así todo, hasta ese famoso día en que

la estancia pareció un manicomio y todo el mundo llegó a

desesperarse de forma que algunos creyeron volverse locos.

Cipriano estaba en las parvas meditando:

—Todos tienen razón. ¡Soy una calamidad! ¡Ah, pero

de ahora en adelante todo va a cambiar! Seré un modelo

de orden y no me distraeré ni me olvidaré nunca más de

nada.

Se quedó en las parvas esperando el atardecer. ¡Qué

lindas eran las puestas de sol! Todo iba tiñéndose de rojo

y violeta y mil sonidos diferentes comenzaban a ganar el

campo. De pronto oyó la campana llamando a cenar. Con

un suspiro hondo, dejó de mala gana las parvas y se llegó

hasta las casas.

Allí, en el comedor, lo recibieron todos:

—¡Ah! Lo que es de comer, no te olvidas, ¿eh?

—¿ Seguro que no te has olvidado de nada ?

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