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Era un hermoso día de septiembre, suave y dorado.
Thomas y Martín subieron lentamente a la colina por un
senderillo que llevaba a los antiguos gallineros. La tierra estaba
cubierta de pinos y abetos, con hayas aquí y allá de
hojas amarillas en contraste con el oscuro gris de la corteza.
El chico y el gato llegaron a una especie de claro. Había
un hueco en un lugar donde antes había un almacén y algunos
tallos de lilas silvestres crecían en un jardín abandonado.
Había también un montón de ladrillos, restos de una
antigua chimenea. Mas allá, detrás de la destartalada pared,
había un semillero de árboles, en un soto alrededor de las
viejas cepas, donde estaba antes el huerto.
Mientras el gato intentaba atrapar algún pájaro cerca
de la fuente, Martín se quedó mirando a su alrededor. Pensaba
en la gente que debía haber habitado aquel lugar, preguntándose
quiénes podían haber sido y cómo serían. Quizá
fueron unos Thomas, con bellos ojos grises, como la señora
Tildy.
De pronto, le pareció oír voces.
“Conserva el ánimo”. Era lo que ella le había dicho
aquella tarde. “¿ Qué tiene que hacer un muchacho para conservar
su ánimo?”, se preguntó ansiosamente.
¿Había quizá un tesoro escondido en la chimenea en
ruinas? ¿Debía empezar a excavar?
¿ O había quizá un lobo oculto detrás de aquel gran roble
y tenía que salir corriendo?
¿O quizá había algo en el sótano y no podía salir? Pero
no había nada en el sótano.
Los únicos que parecían visitar el claro del bosque eran
los ciervos. Vio sus huellas sobre la blanda hierba alrededor
de la fuente. Quizá iban allá a beber, pero era más probable
que lo hicieran para comer manzanas silvestres.
¡Manzanas! Quizá era esto lo que ella quería decir.
Pero todo el mundo sabe que las manzanas silvestres
son amargas y enanas. ¿Por qué probar una manzana sil