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cuento, no volvería a crecer. Así pues, nadie se movía, y
cuando el cuento terminaba, los que aún estaban despiertos
podían exclamar:
-¡Ahora creceré tanto como el monte Sameta!
Aún hoy en día, en muchas chozas de las tierras altas
de Kisii, en Kenia, una mujer se sienta en la cama, mira a
sus nietos y dice:
—Voy a contar un cuento...
Una vez vivían dos hermanos. Uno era muy rico, otro
muy pobre. El rico, Metusera, vivía en una isla en el lago
Victoria. Esta isla tenía montañas de sal. Metusera se hizo
rico vendiendo la sal al pueblo de Kisii, que carecía de ella.
Pero Joseph, el otro hermano, que vivía al borde del
lago, no tenía sal para vender. Llovía poco y sus cosechas
nunca eran buenas. Y tenía esposa y siete niños hambrientos
que alimentar.
Un día, la mujer de Joseph comenzó a llorar.
—¿Por qué lloras? —le preguntó él, sentándose sobre las
piernas junto a ella.
—¿Quieres que nos muramos? —dijo ella entre sollozos.
—No tenemos comida, nos morimos de hambre. La vieja
vaca ya no da leche y está demasiado flaca para comérnosla.
El huerto está vacío. He plantado y cavado, pero todo
ha sido inútil porque el maíz se ha podrido hasta el tallo.
Joseph trató de consolar a su mujer, pero no pudo calmarla.
Su estómago hambriento no le dejaba pensar en ninguna
otra cosa.
—i Por qué no vas a ver a Metusera ? Puedes pedirle dinero.
Es muy rico y puede dártelo fácilmente; así podrás
comprarnos algo de comer —dijo la esposa.
Pensando en estas palabras, Joseph movió lentamente
la cabeza.
—A mi hermano sólo le gusta tener dinero, pero no darlo.
Todo el día, desde que sale el sol hasta la noche, se sien