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por los senderos polvorientos. No había andado mucho cuando
se encontró con un harapiento anciano que tenía una
larga barba gris.
—¿•Qué llevas aquí? —preguntó el anciano, señalando la
barra de pan.
—Una barra de pan, anciano —respondió Joseph.
-H ace tres días que no como. ¿No podrías darme un
poco? —suplicó el anciano.
—Mi familia necesita este pan —dijo Joseph al anciano.
“Pero lo mismo le ocurre a este anciano —se dijo para
sí- Posiblemente morirá si no come pronto.” Y Joseph le
tendió la mitad de la barra. —Gracias -dijo el anciano-. Eres
un hombre bueno, y por tu bondad, voy a ayudarte.
Le mostró una piedra redonda que sacó de su bolsillo.
—Esta piedra te dará todo lo que quieras —dijo—. Pero
debes formular deseos razonables.
Joseph dio las gracias al anciano y corrió el resto del
camino hasta su casa, con la piedra redonda en el bolsillo
y la otra mitad del pan en la mano.
Su esposa y sus hijos estaban casi muertos de hambre
cuando llegó a casa. Les dio el pan y les habló del anciano.
—Pidamos comida, entonces —dijo la esposa de Joseph—,
porque nos morimos de hambre.
Lo desearon con toda su fuerza y, en un momento, la
cocina y el huerto se llenaron de comida. Piñas, remolachas,
tomates, maíz, espinacas y otras clases de alimentos brotaron
de la tierra seca.
De improviso aparecieron diez gallinas, que comenzaron
a poner huevos. Las ubres de la vieja vaca parecían reventar
de tanta leche que tenían, y cinco terneras aparecieron
detrás de ella. En la casa aparecieron barras de pan
blando y latas llenas de aceite y mantequilla.
La familia estaba encantada.
—¿Qué más podemos pedir nosotros? —preguntó entonces
la mujer de Joseph.