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yaguas, pijigüaos y otros árboles por los alrededores. —Pero
no te alejes mucho —me había aconsejado mi padre—. No
pierdas de vista el campamento. Estamos en territorio de
los indios yanomamos. Ésta es la tierra de la tribu yanomami,
una gente muy cuidadosa con los nombres. También se
les llama guaicas o guajaribos, pero ellos se denominan sólo
yanomami o yanoami. Entre los yanomamos es una ofensa
llamarse por su nombre. Así que si te encuentras con alguno,
mucho cuidado. Decir su nombre es tabú.
-¿T abú?
—Prohibido. Una ofensa grave. Una prohibición muy
seria.
—¡ Pero si no sé ningún nombre yanomamo!
—Yo tampoco. Pero he leído algunos libros sobre sus
costumbres. Uno de mis alumnos, el encargado del laboratorio
fotográfico, ha estudiado su lengua. Piensa que existen
actualmente en Venezuela 27 lenguas indígenas y 5 más
en el territorio del río Esequibo: 32 lenguas en total...
Mi padre me había contado otras curiosidades de los
indios y yo recordaba esta conversación mientras corría
para regresar al campamento. Pero me detenía de vez en
cuando y no sabía dónde me encontraba porque a cada
paso la oscuridad aumentaba. Sólo se oían ruidos de
animales. Estaba desesperado, sucio y cansado. Y pensaba
que si había dibujado sólo palmeras de frutos comestibles
en las últimas horas debía ser porque empezaba a abrírseme
el apetito que ahora se había convertido en una especie
de animal que aullaba de hambre en mi estómago. Tenía
rota la ropa y rasguños en todo el cuerpo ¡y hambre!, ¡y un
sueño!...
Pero no podía dormir. Pensaba que si me acostaba
para esperar a la luz del amanecer que me orientara, podía
venir una cascabel o una cuaima, o también un jaguar o
una araña mona, esa araña tan peligrosa si nos llega a atacar.
Pero hubo un momento en que no pude aguantar más y
me acosté en el suelo, junto a un árbol.