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3. Niños de Todo el Mundo

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La naricilla de Spiridoula se pegaba contra la otra ventana.

Una y otra vez su aliento empañaba el cristal y ella

lo limpiaba con la mano.

-¿Cuándo crees que regresará papá? -preguntó Spiridoula.

—De un momento a otro —replicó la madre suspirando,

mientras se inclinaba sobre la olla.

—¡No puedo esperar! ¡Tengo tantas ganas de ver la

muñeca que me prometió! —continuó Spiridoula—. ¿Cómo

crees que tendrá el pelo, rubio o moreno? ¿De qué color

serán los ojos?

—No lo sé, querida. ¿No quedamos en que tendrías paciencia

hasta que llegara tu padre?

-S í, pero, ¿por qué se retrasa tanto?

—Porque hay una tempestad en el mar y es muy difícil

llegar a nuestro pequeño puerto con el bote.

—¡Oh, mamá! ¿Quieres decir que a lo mejor papá no

viene esta noche? ¡Quiero ver mi muñeca!

La madre no replicó. Spiridoula era demasiado joven

para entender los peligros del mar en medio de una tormenta.

Su padre era capitán de barco y estaba mucho tiempo

ausente. Pero escribía todas las semanas. Spiridoula esperaba

impacientemente al cartero, bajaba corriendo la empinada

cuesta para recibirle en cuanto le veía aproximarse.

Su madre le esperaba ansiosamente en las escaleras. Cuando

tenía la carta en sus manos, se quitaba una aguja del

moño y con dedos temblorosos por la emoción abría la carta.

La leía después en voz alta, lenta y cuidadosamente, línea

por línea, mientras Spiridoula escuchaba muy atentamente.

Después de mencionar dónde estaba, qué hacía, que se

encontraba bien y preguntar por la familia, el padre escribía

sobre los países que visitaba. En cada carta repetía que no

podía esperar más a llegar a casa para estar con su mujer

y su hija. En su última carta añadió una página especial

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