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que no sois tan sabio como conviene, y que vuestra bondad
es sólo debilidad de carácter. Para acallar a esos informadores
y tranquilizar mi conciencia os quiero hacer tres preguntas.
Si me dais buenas respuestas, consideraré mentirosas
a las personas que han hablado mal de vos y os
confirmaré para toda vuestra vida en el abadiado. Si no
respondéis bien, dejaréis el puesto a ún nuevo abad.
—Haré lo que pueda —respondió el abad con la cabeza
baja- ¿Cuáles son las preguntas?
—La primera es que me digáis cuánto valgo; la segunda,
que dónde está el medio del mundo; y la tercera es que
adivinéis en qué estoy pensando. Y para que no penséis
que os quiero apremiar a que me contestéis de improviso,
andad que os doy un mes de tiempo para pensar en ello.
Vuelto el abad a su monasterio, por más que miró sus
libros y diversos autores, no halló para las tres preguntas
respuesta que fuese suficiente.
Pasaban los días y el abad iba por el monasterio tan
triste que hasta el cocinero notó su preocupación y le preguntó:
—¿Qué es lo que tiene, señor?
El abad pensó que el cocinero era muy joven y contestó
que no le pasaba nada. Pero el muchacho insistió:
—No deje de decírmelo, señor, porque a veces las piedras
chicas suelen mover las grandes carretas, o sea, que
aunque sea chico quizá pueda ayudarle, y bien que me gustaría
hacerlo.
Tanto se lo suplicó que el abad se lo hubo de decir y
el cocinero, conocida la causa del mal, habló así:
—Señor, prestadme vuestras ropas, pegadme unas barbas
postizas a la cara y, como le semejo algún tanto y con
el estirón que he dado le llego casi a los hombros, nadie se
dará cuenta del engaño, sobre todo si pensáis que vuestro
superior no os ha visto más de un par de veces, y que para
divertirme yo he aprendido a imitar vuestros gestos y pa-