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Finalmente, los niños se cansaron. Se reunieron en torno
a Ziva y comenzaron a mondar las jugosas naranjas.
—Mirad, niños y niñas —dijo Ziva, señalando hacia el
frente— ¿Veis el Jordán allí, al pie de la colina? Una vez
hicimos allí un concurso de natación con los niños árabes
del pueblo que hay al otro lado del río.
Los muchachos escuchaban en silencio, mirando el azulado
Jordán y las casas de piedra del pueblo árabe.
—Ocurrió un Sabbath —continuó Ziva— Habíamos bajado
como cada día a nadar en el río. Nos estábamos divirtiendo
en el agua, cuando de repente salieron de los arbustos
tres niños árabes de vuestra edad.
Al principio no les dijimos nada. Pero al cabo de un
rato, apostamos a que podíamos nadar más rápido que ellos
contra la corriente. Y la corriente del Jordán, niños, es muy
fuerte. Hay que saber nadar muy bien para poder luchar
contra ella.
La carrera fue dura. Sólo un chico consiguió nadar un
—poco contra la corriente. Era un chico árabe llamado Abdullah.
Después, organizamos una carrera cada semana. La noticia
de esta carrera se extendió como la pólvora y, cada
Sabbath, árabes y judíos se alineaban a ambos lados del
Jordán para observar.
Hicimos mucha práctica aquellos días. Durante toda la
semana esperábamos la carrera próxima.
Algunas veces conseguimos llegar los primeros. Un día
que habíamos ganado, los niños árabes nos llevaron a su
pueblo y nos invitaron a comer y beber. Danzamos con
ellos, jugamos y saltamos. Fue una gran fiesta.
—Dinos, Ziva, ¿ os dejaban bañar en el Jordán y no disparaban
contra vosotros? —preguntó uno de los niños.
—En aquellos días había paz entre nosotros y los árabes
del otro lado del Jordán —dijo Ziva.
—Y ¿por qué hay este odio ahora?