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—Segurísima —dijo la vieja Tildy, con tanto convencimiento
que él se sintió confortado.
—Yo también tengo muchos problemas —continuó—. Estoy
muy sola.
—¿Usted? —preguntó Martín vivamente— Yo también
estoy solo. ¿Quiere que le traiga algunos libros? Ayudan
mucho en la soledad. Después podríamos comentarlos.
—Me gustaría mucho —dijo la anciana.
Martín y la señora Tildy Thomas se hicieron grandes
amigos. El chico iba con frecuencia a verla y la ayudaba a
hacer lo que ella no podía, como limpiar las telas de araña
de las esquinas del techo y sacudir las alfombras. Incluso
arrancó muchos juníperos de los alrededores de la casa.
—No me gusta verles entre el heno —dijo ella—. Ahora
ya nadie corta el heno. Pero no es éste sitio para juníperos.
Después le daba té y pastas o pastel de chocolate, y,
mientras, hablaban de los libros que él había traído.
Era distinto ayudar a la señora Tildy que hacerlo en
casa. La señora Tildy necesitaba ayuda. En casa, los abuelos
podían ir más deprisa si no se interponía Martín. Al cabo
de unas semanas, el muchacho aprendió a hacerlo todo, ayudando
a la señora Tildy.
—Te estás volviendo mañoso, Martín —solía decir el
abuelo, que a pesar de todo no olvidaba que el chico había
quitado la escalera casi de sus mismos pies.
Llegó el verano y después se fue. Martín hubiera sido
feliz si hubiera tenido la seguridad de que su abuelo había
olvidado su travesura.
—Todavía te preocupas por lo que tu abuelo piensa de
ti, Martín —le dijo la anciana Tildy un día—. Tengo la impresión
de que algo va a ocurrir que te agradará, aunque
no sé exactamente qué. Conserva el ánimo y verás como
todo se arregla. Bueno, ahora voy a descansar. ¿Has estado
alguna vez en la colina Scratchy, detrás de mi casa? ¿Por
que no vais tú y Thomas a explorarla?