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3. Niños de Todo el Mundo

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Raimi le daba toda la leche que quería, un poco de pan

y granos de trigo blanco. Un domingo le dio un poquito de

pastel de pasas.

Cuando llegó el otoño, la marmota había crecido ya

mucho y era muy lista. Se paseaba por la casa mordisqueando

las patas de las sillas y mesas. Hacía agujeros en

las botas del granjero. Incluso se comió los lazos del delantal

de la sirvienta.

Un día la marmota hizo un agujero en el edredón de

plumas. La esposa del granjero se indignó y dijo:

—Mañana encierras la marmota en la conejera.

Raimi se entristeció. Toda la noche estuvo despierto,

pensando. ¿Qué debía hacer? Porque no podía poner la marmota

en una jaula de conejos. Finalmente tuvo una idea.

A la mañana siguiente, muy pronto, mucho antes de

que los otros se despertaran, Raimi sacó la marmota de la

casa. Trepó al prado donde pacían las ovejas. El paisaje estaba

iluminado por una luz gris pálida a aquellas horas de

la mañana.

Después subió más arriba. En la rocosa ladera de la

montaña encontró una cueva vacía. Allí su marmota estaría

a salvo de las marmotas salvajes.

Raimi dejó en libertad a su marmota. Esta entró en la

cueva y comenzó a escarbar y escarbar cada vez más hondo.

Pronto desapareció de su vista. Raimi regresó a casa

muy triste.

Al día siguiente Raimi fue a la cueva. Llamó a su marmota.

Pero ésta ya se había vuelto vergonzosa y vigilante.

No dejó que Raimi se le acercara.

No mucho más tarde, las marmotas hicieron un túnel

profundo, bajo tierra, para su larga siesta invernal.

Hasta finales de abril no salieron de sus cuevas. Como

no podía acercarse a ellas, Raimi no pudo saber si su marmota

estaba o no entre ellas. Esto le entristeció.

Un día el guardabosque fue a visitar la granja.

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