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—¿Miedo? No sé lo que es eso. Y la verdad es que los
muertos no hacen nunca daño a nadie.
—Veo, niño, que tienes muchísima razón. Bueno, pues
que te aprovechen, y que te diviertas, jovencito.
Y la losa se volvió a cerrar.
Quique Risafuerte regresó a donde estaban los seis bandidos
para devolverles el cacharro.
-¿D iste al fin con el miedo? -le preguntó el capitán.
—No; allí no había más que una mano de esqueleto y
una voz misteriosa; pero eso no creo que sea para dar miedo
a nadie.
Los bandidos se quedaron espantados al oírle y le dejaron
que se fuese, que siguiera su camino.
Por la mañana encontró en el campo a tres niñas de
ocho, de siete y de seis años, llamadas Isabel, Isidra e Inés,
que estaban llorando al lado de una laguna.
—¿Qué sucede? -preguntó él.
—¡Que se nos ha escapado el perrito por esta tabla, y
nos da miedo ir a buscarle!
—¿Pero dónde está el miedo? —les preguntó Quique.
—Si vas por esa tabla, lo sentirás.
Había una tabla muy larga y muy estrecha que cruzaba
la laguna, y al otro extremo estaba el perro, muy simpático
y muy chiquito, que también lloraba porque, si se animó a
pasar hacia allá, ahora tenía miedo de regresar hasta donde
estaban las niñas.
Quique Risafuerte sintió un poco de angustia al comprender
el problema sentimental de las niñas, y silbando
una animada canción pasó por la tabla de extremo a extremo,
agarró al perrito en sus brazos, y cruzando otra vez,
regresó haciéndole caricias. Allí no estaba el miedo tampoco.
¡Y qué contentas se pusieron las niñas, y qué contento
el animalito al estar de nuevo todos juntos!
Entonces Isabel se permitió preguntar a Quique:
—¿ Y adonde vas por esta senda ?