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hermana—. La alcancía de Crucita es superior a todo lo que
he visto. Desde hace años, en los puestos siempre hay 10
mismo; ya es hora de que alguien cambie un poco.
Enfurecido, el niño les reprocha: -U stedes se creen todos
muy artistas, pero nunca he visto que hagan algo novedoso.
El labio inferior de la niña está temblando, y un puchero
se dibuja en su carita. Baja la cabeza para ocultar su
pena, toma su alcancía con ternura, la coloca junto a ella
en su silla de ruedas y lentamente se dirige a casa.
Todos quedan apenados, se sienten criminales. ¿Cómo
han podido lastimar así a Crucita?
—Mi hijita, espera —le dice cariñoso Martiniano—. Ven
conmigo a platicar un rato.
La chica en silencio lo obedece.
—Creo que me entendiste mal. Tu cochinito sí me gusta;
pensé por un momento que quizá debemos esperar a
tener más experiencia, pero Toño tiene razón, mañana lo
llevaremos al mercado a vender. Tú irás conmigo.
Sentada en su silla de ruedas, vestida con sus mejores
galas, sus trenzas atadas con listones rojos, la niña espera
en el mercado. Cada persona que se acerca al puesto hace
que su corazón lata más fuerte y en silencio ruega: -Que
se fijen en mi alcancía, Señor, que sí les guste.
Después de un largo rato, un grupo de señores bien
•vestidos se detienen ante el puesto. Examinan cosa por cosa.
Por fin, una señora se fija en la alcancía y pregunta.
—Y éste, ¿cuánto vale?.
Martiniano le pone un valor que es elevado. Nadie protesta.
Otro pregunta: —¿Y por docena? Háganos un buen
precio, somos comerciantes de la Capital y vamos a querer
muchas docenas.
Martiniano arregla todos los detalles y con una suma
por adelantado cierra el trato. Luego les dice: —Señor, ahora
quiero que conozcan a la artista que hizo esta alcancía.