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—No lo hice a propósito, abuelo —dijo Martín, que lo
seguía con cara de pena.
—Los locos nunca hacen nada a propósito —replicó el
abuelo sin detenerse, hasta que desapareció entre los toncos
grises.
Hacía frío fuera, pero a Martín le daba vergüenza ir a
casa. Paseó sin rumbo entre el huerto de manzanas Mclntosh,
las Baldwin y de allí a las manzanas verdes, del otro
lado de la colina. Su abuelo tenía muchas clases de manzanas
para vender: manzanas tempranas para comer en verano,
manzanas tardías para el invierno, algunas para cocinar,
y otras para hacer mermelada.
“La manzana perfecta no se ha conseguido todavía”,
decía el viejo. “Ni se encontrará probablemente en nuestros
tiempos”, añadía. “Yo pruebo todas las nuevas clases de
que oigo hablar, pero siempre hay algo deficiente en ellas.”
Martín, tiritando de frío y triste, se detuvo un momento
en la colina mirando los huertos ondulados a sus pies.
—Me gustaría encontrar la manzana perfecta -pensé.
El abuelo ya no creería que estoy loco. Recibiría la manzana
perfecta mejor que una corona.
Por un momento, pensando en la “corona”, volvió a
acordarse del cuento no acabado, pero apartó la idea de su
cabeza. Ya le había causado demasiadas molestias.
Nunca había estado tan lejos de la casa, excepto para
ir al pueblo. Miró a su alrededor. No lejos de allí se levan
taba una granja pequeña, de color rojo, en un campo en que
comenzaban a crecer los juníperos. De la chimenea salía homo,
pero no consiguió ver a nadie.
—Aquí debe ser donde vive la señora Tildy Thomas.
He oído al abuelo hablar de ella —pensó.
Estaba ya decidido a volver a casa cuando oyó maulkr
un gato en el cercano muro de piedra.
A Martín le gustaban los gatos y se giró en dirección
al sonido. Se quedó mirando fijamente a los ojos de una