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LA (IN)FELICIDAD DE LOS PLACERES INCIERTOS ]65<br />

<strong>la</strong>s delicias del cuerpo no son inmortales. La muerte es el fin último e irrevocable<br />

de <strong>la</strong> vida de p<strong>la</strong>cer. Pero <strong>la</strong> muerte es so<strong>la</strong>mente un cambio de vestimenta<br />

en <strong>la</strong> eternidad de <strong>la</strong> virtud y el pensamiento, y particu<strong>la</strong>rmente de<br />

aquel<strong>la</strong> virtud que reside en <strong>la</strong>s "moradas de los más nobles intelectos": <strong>la</strong> virtud<br />

de <strong>la</strong> filosofía.<br />

La fórmu<strong>la</strong> de Séneca carecía especialmente de atractivo para <strong>la</strong>s masas y<br />

era inadecuada para <strong>la</strong> aplicación masiva. Pero no se buscaba nada de eso. El<br />

proselitismo orientado a <strong>la</strong> conversión masiva no era su objetivo. La felicidad<br />

de Séneca estaba pensada para diferenciar, no para congregar y unir: para establecer<br />

una base fuerte para el gesto aristocrático que consistía en excluirse<br />

y apartarse de <strong>la</strong> multitud. Le quedó al cristianismo, esa filosofía abierta y<br />

conscientemente proselitista, <strong>la</strong> tarea de abolir rodas los controles fronterizos<br />

y <strong>la</strong>s visas para entrar en <strong>la</strong> felicidad definida como vida eterna.<br />

La félicidad como opción de todos<br />

En el cristianismo, a diferencia del estoicismo de Séneca, <strong>la</strong> eternidad no es<br />

el privilegiode unos pocos, sino el destino de rodas; no es el premio que se gana<br />

<strong>la</strong> selecta minoría de los más hábiles y meritorios, pero que se le niega a <strong>la</strong><br />

multitud inepta que no está a <strong>la</strong> altura, sino que es un destino no negociable<br />

tanto para los que son dignos como para los que no. Como en otros casos de<br />

diseños de alta costura que pasaron a ser producidos en serie y puestos en<br />

oferta en los comercios del ramo a disposición del gran público, <strong>la</strong> aira calidad<br />

(en este caso, <strong>la</strong> capacidad de generar felicidad) de <strong>la</strong> versión industrial<br />

de <strong>la</strong> eternidad no era algo totalmente previsible, y ciertamente no traía garantía.<br />

Es cierto, uno no tenía que ganarse <strong>la</strong> eternidad y merecérse<strong>la</strong>; pero sí<br />

había que ganarse <strong>la</strong> calidad de eternidad que recibiría. La eternidad no era<br />

sinónimo de felicidad. La eternidad era para todo el mundo, pero <strong>la</strong> felicidad,<br />

como antes, era sólo para los elegidos. Como antes, <strong>la</strong> felicidad era algo que<br />

quedaba reservado a los que eran superiores. ¿Qué había de nuevo, entonces?<br />

Que <strong>la</strong>s capacidades intelectuales ya no eran lo que abría <strong>la</strong> entrada a esa exclusiva<br />

reserva. Y que <strong>la</strong> felicidad eterna ya no se oponía a <strong>la</strong> breve y efímera<br />

vida de p<strong>la</strong>cer, sino a una condena eterna y a calderos con azufre hirviendo<br />

por toda <strong>la</strong> eteroidad.<br />

Para un cristiano, <strong>la</strong> eternidad podía ser, como para Séneca, una bendición<br />

pura; pero pace Séneca, podía ser también <strong>la</strong> más temida de <strong>la</strong>s maldi-

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