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que un ruido metálico suena en mi oreja. Con el rabillo del ojo veo cómo un cristal opaco<br />
divide la parte de atrás de la delantera.<br />
Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.<br />
Ese juego no me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo delante de mí.<br />
Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de mis manos cuando oigo que el chófer<br />
me pregunta:<br />
—¿Quiere escuchar música, señorita?<br />
Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas de sol y<br />
escondo la mirada. De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi lamento y siento unas<br />
terribles ganas de llorar.<br />
<strong>Lo</strong>s ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo no lloro. Me<br />
trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción y del viaje. Incluso tarareo.<br />
Durante los tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente trabaja a toda<br />
velocidad. ¿Qué harán atrás aquellos dos? ¿Por qué Eric me ha pedido que me siente<br />
delante? ¿Por qué sigue enfadado conmigo? Cuando el coche se detiene, me bajo sin<br />
necesidad de que el chófer me abra la puerta. Eso que se lo haga a ellos. A los señoritingos.<br />
Al bajarme, sonrío al ver a Santiago Ramos. Él es el secretario de esa delegación y<br />
entre nosotros siempre hubo feeling. Pero feeling del bueno. Del decente. El chófer abre la<br />
puerta y salen Eric y Amanda. No los miro. Sólo miro al frente con mis gafas de sol<br />
puestas.<br />
Eric saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la delegación, y a su junta directiva. Les<br />
presenta a Amanda y luego me presenta a mí. Con profesionalidad, estrecho las manos de<br />
todos ellos para después seguirlos hasta una sala. Pero esta vez, en vez de ir detrás de Eric y<br />
Amanda, me retraso para saludar a Santiago. Nos damos dos besos y entramos charlando.<br />
Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café. <strong>Lo</strong> acepto gustosa.<br />
Necesito café. Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la distancia con Eric y la charla con<br />
Santiago me comienza a tranquilizar. En ese momento, veo de reojo que Eric se gira. Es<br />
sólo un instante, pero sé que me ha mirado. Me ha buscado.<br />
Santiago y yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta cosas de su niña.<br />
Es todo un padrazo y eso me emociona. Diez minutos después, todos pasamos a la sala de<br />
reuniones, tomamos posiciones y, como siempre, Eric preside la mesa. Amanda se sienta a<br />
su derecha y yo intento colocarme en un segundo plano. No quiero ni mirarlo. No me<br />
apetece.<br />
—Señorita Flores —oigo que me llama mi jefe.<br />
Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta él con profesionalidad.<br />
Su perfume entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil sensaciones, mil<br />
emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.<br />
—Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.<br />
<strong>Lo</strong> mato… lo mato y lo mato.<br />
No quiero mirarlo ni que me mire.<br />
Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me siento donde él me<br />
indica. Al otro lado de la mesa, frente a él.<br />
La reunión comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni lo miro ni creo que él<br />
tampoco me mire. Tengo el portátil abierto ante mí y temo recibir alguno de sus correos.<br />
Por suerte, no llega ninguno. A la una, la reunión se interrumpe. Es hora de comer. El jefe<br />
de la delegación ha reservado mesa en un hotel cercano para comer y Santiago me propone<br />
ir en su coche. Acepto.