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Pideme-Lo-Que-Quieras

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Deseo tirarme a su cuello y besarlo, pero me contengo. Al fondo veo a Amanda<br />

mirarnos con curiosidad y no quiero darle carnaza, aunque sé que ella está sacando sus<br />

propias conclusiones. ¡<strong>Que</strong> le den! Su cara lo dice todo y presiento que está muy… muy<br />

cabreada.<br />

Eric y yo salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos montamos en el coche y lo<br />

arranco, pongo la radio. La canción Kiss de Prince suena y yo muevo los hombros,<br />

encantada. Eric me mira y pone los ojos en blanco. Divertida, sonrío por su gesto y, antes<br />

de que pueda decir nada, me pongo mis gafas de sol.<br />

—Agárrate, nene.<br />

El día se presenta fantástico. Conduzco un <strong>Lo</strong>tus impresionante junto a un hombre<br />

más impresionante todavía. Cuando salimos de Barcelona en dirección a Tarragona me<br />

desvío por una carreterita. Eric no mira.<br />

—No sé si sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le informo.<br />

—No. No lo sabía.<br />

Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.<br />

—Te voy a llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a<br />

flipar!<br />

Con su seriedad habitual, Eric me mira y dice:<br />

—Jud… este camino no es para este coche.<br />

—Tú tranquilo.<br />

—Vamos a pinchar, Jud.<br />

—¡Cállate, aguafiestas!<br />

Mi adrenalina se revoluciona.<br />

Continúo el camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente coche se embarra<br />

y Eric me mira. Yo canturreo y hago como que no lo estoy viendo. Sigo mi camino pero de<br />

pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un movimiento extraño y presiento que hemos pinchado<br />

una rueda.<br />

La adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de segundos y<br />

maldigo en mi interior. Seguro que me dice que me lo avisó y tendré que asentir y callar.<br />

Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio y lo miro con cara de<br />

circunstancias.<br />

—Creo que hemos pinchado.<br />

El gesto de Eric se descompone. Está claro que los imprevistos no le gustan.<br />

Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce de la mañana. Sin decir nada, sale<br />

del coche y da un portazo. Yo salgo también. El portazo lo omito. El coche está sucio y<br />

embarrado. Nada que ver con el precioso y reluciente coche que comencé a conducir<br />

apenas cuarenta minutos antes. La rueda pinchada es justo la delantera de mi lado. Eric<br />

cierra los ojos y resopla.<br />

—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquilo. <strong>Que</strong> no cunda el pánico. Si la rueda de<br />

repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en un santiamén.<br />

No contesta. Malhumorado se dirige hacia la parte de atrás del coche, abre el portón<br />

trasero y veo que saca una rueda y las herramientas necesarias para cambiarla. De malos<br />

modos, se acerca hasta mí, suelta la rueda en el suelo y me dice con las manos<br />

ennegrecidas:<br />

—¿Te puedes quitar de en medio?<br />

Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es su intención.<br />

—No —contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de en medio.

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