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Pideme-Lo-Que-Quieras

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15<br />

A las siete de la tarde me encuentro sentada en el sofá de la casa de mi hermana.<br />

Mi móvil suena. Mis amigos quieren que vaya a la Cibeles a celebrar el triunfo de la<br />

Eurocopa. Pero no estoy para fiestas. Apago el móvil. No quiero saber nada de nadie. Estoy<br />

triste, muy triste. Mi gran compañero, ese al que le contaba todas mis penas y mis alegrías<br />

me ha abandonado.<br />

Lloro… lloro y lloro.<br />

Mi hermana me abraza pero, inexplicablemente, siento que necesito el abrazo de<br />

cierto impertinente. ¿Por qué?<br />

Hemos dejado a mi sobrina en casa de una vecina. No queremos que nos vea así.<br />

Bastante difícil ha sido explicarle que Curro se ha ido al cielo de los gatos como para que<br />

nos vea llorar como dos magdalenas. Llega mi cuñado Jesús y se nos une en el duelo. <strong>Lo</strong>s<br />

tres lloramos. Y cuando llamo a mi padre por teléfono para decírselo, ya somos cuatro.<br />

¡Qué triste es todo!<br />

A las nueve de la noche enciendo el móvil y recibo la llamada de Fernando. Mi<br />

hermana lo ha llamado y él se ofrece a venir a Madrid para consolarme. Me niego y, tras<br />

hablar con él unos pocos minutos, cuelgo y vuelvo a apagar el móvil. Después de cenar<br />

algo, decido regresar a mi casa. Necesito enfrentarme a ella y a su soledad.<br />

Pero cuando entro, una extraña emoción se apodera de mí. Me da la sensación de<br />

que en cualquier momento Curro, mi Currito, aparecerá por alguno de los rincones y me<br />

ronroneará entre las piernas. En cuanto cierro la puerta de la calle, me apoyo contra ella.<br />

Mis ojos se llenan de lágrimas y me niego a controlarlas.<br />

Lloro, lloro y lloro, y esta vez en soledad, que sienta mejor.<br />

Con los ojos hinchados y sin poder detenerme, me dirijo hasta la cocina. Observo el<br />

cuenco de la comida de Curro y me agacho a cogerlo. Abro la basura y tiro la comida que<br />

hay en él. <strong>Lo</strong> meto en el fregadero y lo lavo. Después de secarlo, lo miro y no sé qué hacer<br />

con él. <strong>Lo</strong> dejo sobre la encimera. Después cojo la bolsita de pienso y las medicinas. <strong>Lo</strong><br />

reúno todo y vuelvo a llorar como una tonta.<br />

Dos segundos después oigo que la puerta de la calle se abre. Es mi hermana. Se<br />

acerca a mí y me abraza.<br />

—Sabía que estarías así, cuchufleta. Vamos, por favor, deja de llorar.<br />

Intento decir que no puedo. <strong>Que</strong> no quiero. <strong>Que</strong> me niego a creer que Curro ya no<br />

regresará, pero el llanto me impide hacerlo. Media hora más tarde, la convenzo para que se<br />

marche de mi casa. Escondo sus llaves para que no se las lleve y no vuelva a molestarme.<br />

Necesito estar sola.<br />

Cuando voy al baño para lavarme la cara, veo el arenero de Curro y de nuevo el<br />

llanto hace acto de presencia. Me siento en el retrete dispuesta a llorar durante horas,<br />

cuando oigo unos golpes en la puerta. Convencida de que es mi hermana que se ha dado<br />

cuenta de que no lleva las llaves, abro y aparece el señor Zimmerman con cara de pocos<br />

amigos.<br />

¿Qué hace ahí?<br />

Me mira sorprendido. Su expresión cambia por completo y, sin moverse, pregunta:<br />

—¿Qué te ocurre, Jud?<br />

No puedo responder. Mi gesto se contrae y vuelvo a llorar.<br />

Se queda paralizado y entonces yo me acerco a él, a su pecho, y me abraza.

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