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—En seguida, señor Zimmerman.<br />
Me levanto, entro en el despacho y pregunto:<br />
—¿Qué desea, señor Zimmerman?<br />
Veo que apoya la cabeza en el alto asiento de cuero negro.<br />
—Cierre la puerta, por favor —responde, mirándome.<br />
Resoplo y siento que mi piel comienza a arder. Mi maldito cuello me va a delatar y<br />
eso me incomoda. Pero le hago caso y cierro la puerta.<br />
—Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.<br />
—Gracias, señor.<br />
El silencio entre nosotros se hace insoportable.<br />
—¿<strong>Lo</strong> pasaste bien anoche? —añade.<br />
No respondo.<br />
—¿Quién era el tipo al que besaste y con el que estuviste diecisiete minutos en el<br />
baño de hombres? —me pregunta.<br />
Boquiabierta, me lo quedo mirando.<br />
—Te he preguntado —insiste—. ¿Quién es?<br />
Colérica por lo que escucho, deseo lanzarle el bolígrafo que llevo en la mano y<br />
clavárselo en el cráneo, pero lo aprieto y respondo, mientras contengo mis impulsos<br />
asesinos:<br />
—Eso no le incumbe, señor Zimmerman.<br />
Increíble. ¿Me ha estado espiando? Me siento molesta.<br />
—¿Qué hay entre tú y el ligue de tu jefa? —prosigue.<br />
¡Hasta aquí hemos llegado! Pestañeo y respondo:<br />
—Mire, señor Zimmerman, no quiero ser desagradable pero nada de lo que me<br />
pregunta es de su incumbencia. Por lo tanto, si no quiere nada más, volveré a mi puesto de<br />
trabajo.<br />
Enfadada y sin darle tiempo a decir nada más, salgo del despacho y cierro la puerta<br />
con ímpetu. ¿Quién se ha creído ése que es? Nada más sentarme en mi silla, el teléfono<br />
interno vuelve a sonar. Maldigo pero lo cojo.<br />
—Señorita Flores, venga a mi despacho. ¡Ya!<br />
Su voz suena enfurecida, pero yo también lo estoy. Cuelgo el teléfono y, enfadada,<br />
entro de nuevo dispuesta a mandarlo a la mierda.<br />
—Tráigame un café, solo.<br />
Salgo del despacho. Voy a la cafetería y, cuando regreso, se lo pongo encima de la<br />
mesa.<br />
—No tomo azúcar. Tráigame sacarina.<br />
Repito el camino, acordándome de todos sus antepasados y, cuando regreso con la<br />
puñetera sacarina, se la entrego.<br />
—Eche medio sobrecito en el café y remuévalo.<br />
¿Cómo? ¿<strong>Que</strong> le remueva el puñetero café?<br />
Aquel trato me indigna. No para de mirarme y la superioridad que muestra en su<br />
gesto me reconcome las tripas. ¡Será idiota, el alemán! Deseo tirarle el café a la cara, deseo<br />
mandarlo a freír espárragos, pero al final hago lo que me pide sin rechistar. Cuando<br />
termino, dejo el café frente a él y me doy la vuelta para salir del despacho.<br />
—No salga del despacho, señorita Flores.<br />
Oigo que se levanta. Me doy la vuelta para mirarlo.<br />
Su ceño está fruncido. El mío también. Está enfadado. Yo también.