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Su comentario, en especial su cara, finalmente me hacen sonreír.<br />
—Sí, y como no te alejes, además de la cobra, te vas a llevar un guantazo.<br />
—¡Vaya! Me encanta ese carácter tuyo tan español…<br />
—Pues a mí, tu cabezonería alemana me saca de quicio, ¡cabezón!<br />
Acto seguido me coge por la cintura, me tumba en la cama y me besa. La toalla se<br />
queda por el camino y estoy desnuda. Intento rechazar su boca, pero su fuerza es mucho<br />
mayor que la mía y, cuando consigue meter su lengua en ella, ya ha podido con mi voluntad<br />
y con mi cabreo, y respondo a sus besos con avidez.<br />
—Así me gusta… —me dice—. <strong>Que</strong> seas una fiera a la que, cuando yo quiero,<br />
domestico.<br />
Aquel comentario tan machista me hace darle un mordisco en el hombro y él se<br />
encoge, me mira y me muerde en el cuello.<br />
—¡Serás bestia…!<br />
—Para ti siempre, pequeña. ¡Somos como la bella y la bestia! Por supuesto, la bella<br />
eres tú y la bestia soy yo.<br />
Ese comentario vuelve a hacerme sonreír y, tras aceptar gustosa el beso de la paz,<br />
me doy cuenta de que no tiene buena cara.<br />
—¿Estás bien, Eric?<br />
—Sí. Pero aquí la importante eres tú, no yo.<br />
—No, señor Zimmerman, no. Se está usted equivocando. Aquí el que se encontraba<br />
mal hace unas horas y no tiene buen aspecto es usted. Si alguien se tiene que preocupar<br />
aquí es una servidora, no usted.<br />
Eric se quita de encima de mí y se pone a mi lado, frente a mi cara.<br />
—Eres preciosa.<br />
—No me vengas con zalamerías, Eric… y responde, ¿qué ocurre? Acabo de ver en<br />
tu neceser varios botes de pastillas y…<br />
—Eres la mujer más bonita e interesante que he tenido el placer de conocer.<br />
—¡Eric! ¿Quieres que te insulte y te dé una patada?<br />
—Mmmmm… me encanta la guerrera que llevas en tu interior.<br />
Sin perder mi sonrisa, le acaricio el pelo.<br />
—Da igual lo que digas. No voy a cambiar de tema. ¿Qué ocurre? ¿Qué son esas<br />
medicinas que tienes en tu neceser?<br />
—Nada.<br />
—Mientes.<br />
—¿Tú crees?<br />
—Sí… yo creo. Y que sepas que me estás cabreando otra vez.<br />
Sus ojos me miran y sé que lucha por contestar a mis preguntas. Finalmente<br />
murmura sin mucha convicción:<br />
—No pasa nada. No quiero preocuparte.<br />
—Pues me preocupas.<br />
Durante unos instantes, que se me hacen eternos, piensa… piensa… piensa y<br />
finalmente dice:<br />
—Jud… hay cosas que no sabes y…<br />
—Cuéntamelas y las sabré.<br />
De pronto sonríe y choca su nariz contra la mía en un gesto amoroso.<br />
—No, cariño. No puedo o sabrás tanto como yo.<br />
Sigo sin entenderlo y cada vez soy más consciente de que me oculta algo.