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102<br />

Gran Canaria<br />

Rescatando la memoria<br />

sabía él que, en cuanto circulara más de una copia, su negocio se iría al garete.<br />

Temiendo que en una de sus escasas ausencias alguien lo acechara para intentar<br />

robarle la cinta, se agenció una pequeña caja fuerte, como la que hay en<br />

algunos hoteles para guardar las joyas, y en ella depositó su tesoro. Por fortuna,<br />

nunca observó el menor indicio de que alguien tratara de forzar siquiera la<br />

puerta de su domicilio.<br />

La mujer y los hijos de José del Pino siempre aprobaron sin injerencias todas<br />

las decisiones del cabeza de familia en lo tocante a la administración del vídeo<br />

del homenaje. Si hubieran reaccionado de otro modo, no hubieran tenido razón,<br />

pues, tras la mala racha que habían pasado, la economía doméstica terminó por<br />

experimentar un sensible desahogo. Tanto, que, al cabo de unos años, José del<br />

Pino adquirió un flamante piso en la capital para escapar él y los suyos de los crudos<br />

inviernos del pueblo, y también un coche de los que hacen volver la cabeza<br />

de tanta admiración como despiertan.<br />

Pero la bonanza puede trocarse en tormenta en cualquier momento. Las<br />

malas compañías, según diagnóstico unánime, habían conducido al todavía adolescente,<br />

el primogénito de su hijo mayor, por tan escabrosa senda. El muchacho<br />

incluso había llegado a saborear por unos meses las hieles de ese abismo cercenador<br />

de jóvenes libertades, por otro nombre el reformatorio.<br />

Este nieto de José del Pino fue siempre uno más en la casa de sus abuelos<br />

paternos. Por eso, al principio nadie le daba crédito a la inconfesada fechoría. José<br />

del Pino, que maldijo mil veces su torpeza de descuidarse apenas unos minutos,<br />

entró en una espiral de enfermedades y restablecimientos precarios, hasta que<br />

dos años más tarde se despidió de este mundo con la cara congestionada por la<br />

dolencia que padecía. La gente asegura que lo que en verdad lo catapultó al otro<br />

lado de la laguna fueron los irrebasables estragos de ese disgusto.<br />

Contado por:<br />

Cristina Ojeda Rodríguez<br />

Escrito por:<br />

Gonzalo Ortega Ojeda

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