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12<br />

Introducción<br />

que con don José Cuyás González Corvo y don Anastasio Escudero eran<br />

los médicos de Arucas, a los que siguieron don Fernando Caubín, don José<br />

Ojeda, y don José Perea.<br />

Desde una de estas atalayas, Manuel nos veía y se reía, esperando. Pensábamos<br />

que ese día teníamos la suerte de cara porque no veíamos a los<br />

bardinos, pero el muy ladino los tenía retenidos y cuando, confiados, subíamos<br />

a los árboles, los soltaba de repente y teníamos que permanecer allí<br />

“enguindados” algún buen rato, hasta que compadecido, Manuel, sin hacerse<br />

ver, llamaba a los perros. Sudorosos y algo angustiados volvíamos mohínos<br />

a la ciudad. Don Juan, el propietario, que era una persona bondadosa y de<br />

un corazón inconmensurable, le había dado órdenes a Manuel, el capataz,<br />

para que de cuando en cuando nos diera algunas manzanas y peras, con<br />

algún membrillo, que también los había, ácidos como el demonio pero que<br />

a nosotros nos sabían a gloria. Así aprendimos a respetar la propiedad y<br />

saber pedir con una sonrisa.<br />

Lo que más me gustaba era subir solo con “Ella” para sentir a Arucas dentro.<br />

Me alegraba que viniera, porque tenía la sensibilidad que yo precisaba<br />

para gozar. Sabía matizar siempre mis comentarios imprecisos y expresados<br />

sin meditación, que ella recibía y pulía en su interior y cuando los expresaba,<br />

parecían lustrosas perlas que bailaban ante mis ojos, sorprendidos por no<br />

haber captado los matices que ella, con exquisita belleza, manifestaba.<br />

Me agradaba tumbarme en la hierba fresca y un poco húmeda que,<br />

como un gran tapiz multicolor, cubría toda la loma en cuya cumbre había<br />

escasa arboleda, pero sí era frondosa laderas abajo, donde el pino y el tarajal<br />

abundaban. Así, con las manos en la barbilla, recorría desde el barrio<br />

de Visvique al de La Goleta, y desde Santidad a Cardones, pasando por<br />

Los Guirres y La Hoya de San Juan. Sabíamos que la Montaña de Arucas<br />

era más completa porque además, en redondo, se divisaban Trasmontaña,<br />

Bañaderos y San Andrés, con todo el verdor de sus vegas y con los estanques<br />

llenos de agua para regar la platanera que inundaba todo el valle,<br />

compuesto de largas llanuras o en cadenas, algunas minúsculas, con veinte<br />

o treinta matas a lo sumo. Limpia era la vista, porque hasta los “jorcones”<br />

eran de “gajos” de árboles. Todo era naturaleza. La mente humana no había,<br />

entonces, inventado el cultivo artificial microclimático.

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