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Mi abuelo Pedro: miseria de ida y vuelta<br />

par de ocasiones, pero que al final había formado nueva familia en Cuba y que<br />

ahora vivía en Santa Clara.<br />

A mi abuela le tocó bregar como toda mujer abandonada. Por una parte<br />

encontró el refugio material en algunos familiares que se veían en la obligación<br />

de compartir la pobreza, y por otro lado tuvo la fortuna de tropezarse con<br />

alguien que le enseñó que existía un Dios y que ese Dios había enviado un<br />

mensaje de esperanza para todos los desheredados de la tierra, y ella lo creyó y<br />

quizás fue la fe inquebrantable en ese Dios, a quien puso como centro y razón<br />

de su vida, la que le proporcionó las fuerzas necesarias. Finalmente se trasladó<br />

a Gran Canaria, a vivir de prestado en una habitación en casa de su hermana<br />

Antonia; más tarde se trasladó a Tenerife. En estas dos islas, se casaron todas sus<br />

hijas, gozó de sus dieciséis nietos, hasta que un día el reloj de su vida se paró<br />

para siempre. Murió con la felicidad de las personas que tienen la certeza de<br />

un más allá, envuelta por el amor de sus seres más queridos, y con la ausencia<br />

de rencor. Con toda seguridad, mi abuela, pese a los sufrimientos y desgracias<br />

que le tocó vivir, tuvo una vida interior de abundante felicidad, tuvo y sostuvo el<br />

calor de la familia y, sobre todo, mantuvo una relación pacífica con su conciencia<br />

hasta el final de sus días.<br />

UNA CARTA<br />

Poco tiempo después de la muerte de mi abuela, sus hijas recordaban su infancia<br />

en Lanzarote, siempre presente el recuerdo de su madre. Cuando podían,<br />

visitaban el pueblo de Máguez y contaban que la casa de su niñez se mantenía<br />

como ellas la dejaron, con sus ventanas verdes, su verja de hierro, el huerto estéril<br />

y el aljibe vacío. Si alguna vez mencionaban a su padre lo hacían, sin rencor<br />

pero sin afecto. Hablaban de él considerándolo fallecido por razón de su edad,<br />

más, un día, la segunda hija del matrimonio recibe en su domicilio de Tenerife<br />

una carta desde Cuba.<br />

Cincuenta años habían pasado desde su partida y ahora ¡de repente!, una<br />

carta irrumpe en las vidas sosegadas de las hermanas. Una carta sin preguntar<br />

por su esposa, una carta sin una palabra de perdón, una carta sin una señal de<br />

arrepentimiento, una carta insultante que comenzaba así:<br />

“Soy Pedro Romero Toledo, quiero volver a Canarias. Por favor envíenme el<br />

pasaporte (entiéndase billete)” [...] Lo demás eran datos relativos a su vida en<br />

Lanzarote<br />

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